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Columna
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¿De sucesor a sustituto?

Antonio Gutiérrez Vegara

Algunos dirigentes del PP se han apresurado a ensalzar al presidente nacional de su partido, adjudicándole un nuevo mérito: el de sorprender a muchos analistas políticos con la designación de su sucesor. Aunque, además de a los extraños, ellos estén también entre los propios sorprendidos, lo reconozcan o no.

Dejando aparte que la cualidad de desconcertar al público es más estimable en los prestidigitadores que en los responsables políticos, la decisión de Aznar se explica mejor por las diferentes lógicas que llevaban al grueso de los analistas políticos y a buena parte de los electores, según indicaban las encuestas, a prever otras nominaciones y la que ha seguido el presidente del PP.

Mientras los primeros tomaban como referencia, entre otros factores, la gestión de los posibles candidatos en sus respectivas áreas de gobierno para aventurar sus previsiones, el segundo parece haberle dado prioridad a la estabilidad partidaria.

Esta es una condición necesaria para todo partido de gobierno que se precie, y debe valorarse a quien la tiene en cuenta en sus decisiones, pero es insuficiente para generar la confianza entre la ciudadanía no militante de los partidos, que es la inmensa mayoría, ni puede considerarse tan meritorio el ejercicio de una dirección política que no ha hecho coincidir el grado de aceptación interna con la mayor valoración de la trayectoria política seguida por quien ha sido finalmente proclamado. Porque Aznar no ha designado al más valorado en general, sino al menos rechazado en su propio partido.

Una dicotomía que ha provocado el presidente con su personalísima decisión y con su forma de gobernar, que ahora puede inducir injustamente a subestimar las respectivas capacidades, la de alguno de los mejor colocados en las quinielas por haber sobresalido más en los sucesivos Gobiernos y la del designado, cuyos méritos propios quedan excesivamente mediatizados por la omnipotencia decisoria de Aznar.

A diferencia, por ejemplo, de Rodrigo Rato, encargado de dirigir la política económica durante la dos legislaturas conservadoras en todos los Gobiernos de Aznar, Mariano Rajoy ha sido utilizado como una especie de polivalente que ha tenido que pasar de un ministerio a otro sin haber protagonizado ninguna de las grandes reformas, ni en Educación, ni en la descentralización del Estado ni en Interior. Lo que por cierto le ha valido para forjarse una imagen de persona dialogante, pero sin que haya tenido que poner a prueba su capacidad de negociación.

En alguna ocasión incluso demostró su talante de buen conversador al tiempo que su nula voluntad negociadora, como en aquella en la que decidió incumplir el acuerdo de retribuciones para los empleados públicos, expuesta a los representantes sindicales con toda cordialidad y hasta con campechanía, pero dándole el cerrojazo definitivo a las negociaciones.

Tal vez por todo ello, por el método empleado por Aznar para nombrarle sucesor y por los empleos que le fueron asignados en el Ejecutivo, en su primera intervención ante la junta nacional del PP ha puesto todo su empeño en acentuar su voluntad continuista, sin insinuar tan siquiera algunas líneas de renovación respecto de la línea aznarista. Quiso ser tan 'coherente' con su mentor en las diatribas contra la oposición, que no introdujo matiz alguno en su rechazo por igual al plan Ibarretxe que a las propuestas del partido Socialista para reformar el Senado y algunos estatutos de autonomía.

También en esta actitud puede haberse empezado a notar otro de los condicionantes derivados del esquema diseñado por Aznar para su sucesión. Sacarle del Gobierno le ahorrará fajarse en los debates parlamentarios, pero nombrarle secretario general del PP le colocará en el meollo de la disputa pública y cotidiana con los demás partidos políticos, que en vísperas electorales tiende a ser más bronca.

Por lo tanto, con el cambio de estatus tampoco le deja mayor margen para suavizar el pedregoso trato con las demás fuerzas políticas que Aznar ha practicado en los últimos años.

Probablemente haya que creer al presidente del Gobierno y del PP, todavía, cuando afirma que éste no ha sido un relevo a medias, pero también da toda la impresión de que es una sucesión en sentido estricto, con la pretensión de que todo siga igual.

Es comprensible que el sucesor Rajoy quiera dar tranquilidad a los suyos encarnando la continuidad, pero también puede conducirles al anquilosamiento si no va insuflando algunos vientos de renovación en el PP y sustituye con todas las consecuencias a su predecesor.

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