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Tribuna
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El precio de los libros

Cuántas veces hemos oído o leído la afirmación ¡los libros son caros!? Infinidades, seguramente, pero con una tendencia más allá del infinito en la época de la vuelta al colegio. Una vez pasado el trago amargo de esta época -que se aproxima una año más- y cuando nos acercamos a una librería o a cualquier otro punto de venta donde escogimos algún libro, la percepción cambia aunque al momento de pasar por caja nos queda la sensación de que ¡los libros son caros! Hemos mirado el precio una vez elegido el libro y este precio, salvo excepción, no constituye un criterio de rechazo para la compra.

Si compramos por otro sistema directo, el precio aparecerá igualmente antes de la elección del libro y es con todo conocimiento que confirmamos su adquisición. A mayor abundamiento cuando se trata de un sistema de compra por suscripción en los cuales por un importe mínimo abonado periódicamente adquirimos los libros, la percepción del precio será menor.

La noción de caro o barato, como en todos los productos o servicios, debe ser comparativa y curiosamente en el caso de los libros carecemos de punto comparativo como igualmente, de forma general, carecemos de alternativa del mismo libro pero más barato. Cuando existe esta opción con ediciones de diferente calidad o libros de ocasión el libro no nos parece tan caro.

Sólo una minoría de autores en español puede pretender vivir únicamente de sus derechos El verdadero problema a la hora de realizar la valoración económica de un libro es cómo establecer el valor de su contenido

En definitiva, si bien la percepción de que ¡los libros son caros! es mayor con los libros de prescripción, como lo son los libros escolares o universitarios, esta percepción es menor en los libros que podríamos llamar de libre elección. Para éstos, la percepción de caro puede llegar a desaparecer en función del buen uso que se ha hecho de este libro. Si nos ha gustado su lectura, hemos disfrutado de su compañía, hemos aprendido con él, hemos compartido sensaciones, opiniones y conocimientos y si lo guardamos en la mente como un recuerdo agradable y útil, la noción de precio desaparece casi por completo. En términos publicitarios, podríamos aplicar la conocida expresión anglo-sajona de value for your money.

De todas formas, frente a una percepción de que ¡los libros son caros! nos queda la duda de saber si alguien se aprovecha de una situación privilegiada en la cadena de la creación de valor económico a partir del valor intelectual, cuyo paradigma es precisamente el sector editorial, para realizar pingües beneficios distorsionando el precio.

¿ Será porque las empresas editoriales alcanzan altos niveles de beneficios y de rentabilidad? Los estudios de rentabilidad del sector editorial publicados por la consultoría BearingPoint con motivo de la segunda jornada Esade Editorial demuestran la escasa rentabilidad, en términos financieros, del sector.

¿Será porque los autores, que están al inicio del ciclo del valor intelectual al valor económico, cobran unos derechos exorbitantes? Según estos mismos estudios y los de los organismos gremiales estos derechos se sitúan, por promedio, en un 5% sobre el precio de venta. Sólo una minoría de autores de literatura, que en la edición en español representa un 22 % del total de las ventas, puede pretender vivir únicamente de sus derechos de autores. Los autores de todas las otras materias combinan su faceta de autor con otra profesión generalmente relacionada con los temas sobre los que publican con mayor o menor frecuencia.

¿Será porque el sistema de distribución que constituye el penúltimo eslabón de la cadena del valor intelectual al valor económico, aprovecha de su situación próxima al consumidor para aplicar precios prohibitivos? Sólo falta conocer las dificultades económicas de la librerías que representan alrededor del 35% de las ventas del sector para convencerse de lo contrario.

Cabe añadir que, generalmente, los precios vienen fijados por las empresas editoriales y cada canal de distribución tiene un margen de maniobra, por la vía del descuento, muy limitado. Las fórmulas de distribución combinadas con otros productos y servicios culturales, nos podrían convencer de la capacidad de atracción del consumidor. æpermil;ste aprovechará su estancia en estos establecimientos para consumir y adquirir otro tipo de productos o servicios. Los productos de alimentación y de limpieza pueden compartir sin rubor ninguno el carrito de la compra con algún libro escolar, el último CD o DVD, alguna revista del corazón o la última novela ganadora de algún premio.

Los libros de prescripción obligatoria siempre parecerán caros. En algún país de nuestro entorno los libros escolares son proporcionados directamente por la Administración pública sin cargo ninguno, pagados a los editores por los estamentos públicos con los impuestos recaudados de todos los contribuyentes.

Así desaparece del gasto de las familias con hijos en edades escolares un importe correspondiente a un 25% del gasto de la famosa vuelta al colegio. Adoptando esta medida, propuesta por alguna fuerza política, ¿desaparecerá la percepción de que ¡los libros son caros!? Es probable que para los libros escolares esta percepción sea sustituida por otra de gratuidad que genera otro tipo de peligro, que es el convencimiento de que los libros escolares son 'gratis'.

Podríamos adoptar un sistema similar al de los medicamentos con receta y hacer soportar al presupuesto de educación una parte del precio de los libros escolares, prescritos por los establecimientos. El gasto de las familias se reduciría pero el precio de los libros sería conocido y transparente. Otro cantar sería el sistema administrativo necesario a su buen funcionamiento, sistema similar al de los medicamentos con receta médica.

En cuanto a todos las otras materias desde la literatura hasta los libros y obras de ciencias, de arte, de ocio, de referencia, de juegos o de cómics, si logramos pasar de la expresión ¡los libros son caros! a la de ¡los libros son baratos!, la pregunta clave es ¿se venderán y se leerán más libros?

Dicho de otra forma, es saber si, bajando los precios de los libros se fomenta la lectura de forma significativa. A primera vista nos puede parecer que sí, pero pensándolo bien podemos tener serias dudas. Hemos visto anteriormente que carecemos de elemento comparativo y el efecto de bajada de precios tendría una vigencia limitada en el tiempo y probablemente volveríamos a la misma percepción de antes. ¿No sería que en muchos casos lo de ¡los libros son caros! constituye una especie de pretexto ?

El verdadero problema del precio del libro es la valoración de su contenido.

Si valoramos el libro por el formato, el número de páginas, de fotografías, de ilustraciones, el tipo de encuadernación, que son sin ninguna duda unos elementos básicos de su precio, o sea mayoritariamente por sus componentes industriales y que seguimos sin elemento comparativo, siempre nos parecerá, a priori, caro.

Si valoramos este libro con unos criterios de satisfacción sobre su contenido, el precio que estaríamos dispuestos a pagar sería probablemente diferente. Pero el problema es que estos criterios serán definitivamente conocidos después de haber adquirido el producto.

Partimos de la premisa de que el libro constituye un valor intelectual que genera valor económico que puede ser, en parte, utilizado para generar de nuevo un valor intelectual en un ciclo permanente. El precio del libro tendría que poder reflejar este valor intelectual pero los elementos de valoración son difíciles de integrar. Nos quedan las opciones de poder disponer del mismo valor intelectual en formas, formatos y precios diferentes. De hecho, tenemos muchos ejemplos, como las ediciones de bolsillo y el mercado de ocasión. Algunos editores y distribuidores proponen las diferentes versiones de la misma obra a precios diferentes.

Esta diversidad de oferta de una misma obra, en cuanto a su contenido, léase valor intelectual, a precios diferentes, léase valor económico, permite al consumidor disponer de una alternativa en la oferta y transforma su percepción del precio, ya que tendrá un elemento comparativo.

Con todo esto, es mas que probable que no acabemos con esta expresión tan arraigada de ¡los libros son caros! pero quizá ayudemos a sustituirla por la expresión ¡no todos los libros son caros!

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