La exclusión social y el salario mínimo
Del avance de los Presupuestos Generales del Estado para el próximo año ya se puede entrever que un creciente colectivo de trabajadores volverá a perder poder de compra. Son los que cobran el salario mínimo interprofesional (SMI) o cuyas rentas dependen de él.
Aunque el incremento del SMI se suele producir oficialmente en el mes de enero, puede adelantarse la inquietud anterior precisamente porque varios capítulos del gasto público lo toman como referencia, entre ellos el del subsidio de desempleo, que afecta a unas 400.000 personas, los salarios sociales o rentas mínimas de inserción y una amplísima gama de políticas públicas que van desde las ayudas familiares a las becas de estudio. En ello se ampara el Gobierno para limitar la revisión del SMI a la estricta previsión de IPC con la que confecciona los Presupuestos.
Sin embargo, el artículo 27.1 del Estatuto de los Trabajadores señala otros tres parámetros para proceder a la actualización del dicho salario, previa consulta con la organizaciones sindicales y empresariales más representativas: la productividad media nacional alcanzada, la evolución de la participación del trabajo en la renta nacional y la coyuntura económica general. Establece además que: 'Se fijará igualmente una revisión semestral para el caso de que no se cumplan las previsiones sobre el índice de precios'.
Con este mandato legal, el Legislativo quiso preservar al SMI de las posibles pérdidas de poder adquisitivo derivadas de las desviaciones de la inflación no previstas por el Ejecutivo, es decir, se pretendía garantizarle a sus perceptores la revalorización del salario de acuerdo con el alza real de los precios. Por tanto, las otras tres disposiciones recogidas en el Estatuto de los Trabajadores se incluyeron para ir mejorando adicionalmente esta renta básica y con ella las condiciones de vida de los más desfavorecidos.
Son criterios que, por otra parte, vienen a responder a los señalados por las distintas normativas internacionales (Convenio 131 y Recomendación 135 de la Organización Internacional del Trabajo) que apuntan a otros indicadores socioeconómicos, además del correspondiente al coste de la vida, para regular el salario mínimo.
Pero el Gobierno incumple sistemáticamente la legislación nacional vigente y las normas internacionales suscritas por España. Como consecuencia, el SMI lleva cinco años consecutivos perdiendo capacidad adquisitiva.
Si se toman en cuenta las medias de las desviaciones interanuales de los precios, la pérdida acumulada desde 1999 hasta el primer semestre del año en curso es de 5,9 puntos porcentuales. A su vez se ha agrandado la brecha que lo separa del salario medio, hasta quedarse en un 40% del mismo cuando la Carta Social Europea recomienda que sea al menos el 60% del salario medio neto.
Un camino de divergencia respecto de la Unión Europea que ha llevado a que el SMI español, 526 euros mensuales, sea el penúltimo por la cola, por detrás de Grecia que tiene un salario mínimo de 605 euros y tan sólo por encima de Portugal que cuenta con 416 euros. Muy lejos de Irlanda que nos duplica con 1.073 euros y de los 1.369 euros de salario mínimo de Luxemburgo, que encabeza el ranking comunitario.
El salario mínimo interprofesional fue concebido en Europa y también en España para mantener unos niveles de ingresos elementalmente dignos para los trabajadores que desempeñan sus tareas en actividades en las que no existen mecanismos eficaces de fijación de los salarios (negociaciones colectivas) o en las que las retribuciones son demasiados bajas, por lo que cumplen con una importante función en el funcionamiento de los mercados laborales. Y al mismo tiempo juegan un papel paliativo también de la desigualdad social.
En nuestro país son ya millón y medio los trabajadores y trabajadoras que de una u otra manera solamente viven con el SMI. Haciéndoles pagar las consecuencias de las reiteradas previsiones fallidas del Gobierno y sin respetar la ley para compensarles, se les empuja hacia la exclusión social un poco más cada año.