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Tribuna
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La ley del ladrillo

Los lamentables hechos que han aflorado con el transfuguismo de dos ahora ex diputados del PSOE en la Asamblea de Madrid parecen ser a todas luces el corolario momentáneo de una historia de ladrillos y euros que se remonta a tiempo atrás y que tiene que ver con el bien común lo que un picassín con la pintura.

Conviene, empero, entre tanta lluvia ácida interesada, desentrañar algo la maraña, apenas jurídicamente argumentada. Digamos, en primer lugar, que, salvo muy contadas excepciones, el soborno de un diputado no es delictivo. Ello, por lo que se ve, no consta como obviedad ante la opinión pública. La inmoralidad y la sinvergonzonería, políticas o no, no son en sí delictivas; como no lo es la mentira o la ausencia de mínimos éticos. El derecho penal democrático se basa, entre otros irrenunciables principios, en la estricta separación entre moral y derecho. Así es: personal o socialmente podrá despreciarse a un determinado sujeto, su bajeza nos impedirá incluso estrecharle la mano; pero ello no es objeto de pena criminal.

Dicho esto, hay que establecer si el PSOE aportaba en su querella datos de relevancia criminal y si el TSJ de Madrid, en auto no unánime y que destina la mitad del mismo a justificar doctrinalmente su resuelto, casan con el derecho. A la vista de la querella y del auto resulta más que razonable que del relato contenido en aquélla se desprenden con verosimilitud indicios que obligan a cualquier órgano judicial a practicar una instrucción que, como tal, no prejuzga, no ya la sentencia condenatoria, sino ni tan sólo la apertura del juicio oral.

Cuando alguien presenta una petición ante un tribunal penal, éste sólo está vinculado por el relato fáctico; no le vincula para nada, en ese momento inicial, la calificación jurídica del mismo. Pudiera ser que el PSOE calificara en su querella inadecuadamente los hechos y pidiera medidas cautelares y/o de investigación inadecuadas. Pero lo que no puede pasarse por alto es que el relato de hechos de la querella refiere anomalías que, a primera vista, caen dentro del radio de acción de las leyes penales.

La querella inicial no es más que una noticia de un delito calificado por la parte interesada. Lo decisivo es lo primero, esto es, la credibilidad del relato de hechos: dame los hechos, yo te daré el derecho, dice el aforismo clásico. Por tanto, si tales son verosímiles y susceptibles de generar conductas penales, no cabe la inadmisión a trámite de esa u otra querella aludiendo a que algunos de esos hechos ya eran conocidos y su relevancia política. Si un hecho es delictivo lo es porque lo es, no porque sea o no conocido; de lo contrario, sólo lo secreto sería incardinable como infracción penal.

La trascendencia política del caso tampoco puede ser motivo para no abrir una investigación penal. La relevancia política de un caso viene dada por los sujetos en liza, pero la criminalidad por el hecho. La apropiación del importe de una multa que comete un guardia es tan punible como la que puede cometer un alcalde. El primero será expulsado del cuerpo y, con suerte, irá a parar a la telebasura. El segundo, como gato panza arriba, se defenderá de lo que calificará de linchamiento y de judicializar la política, llevando a los tribunales lo que no debió salir de otros foros. æpermil;sta será, una y otra vez, su defensa más esgrimida. Y puede ser cierto; pero hay que investigar, si quiera someramente, y no despachar el asunto en virtud de una inevitable politicidad.

Por último, una precisión de interés. Al margen del inescrutable papel del ministerio fiscal en nuestro derecho, fuera de toda duda queda el que el fiscal no puede conocer de los hechos que conoce un juez o tribunal.

Mientras esté vigente, aunque sea por vía de recurso, esta causa, el ministerio fiscal únicamente informará en interés del ley al órgano judicial; cuando finalice, si no se acuerda la inexistencia del hecho, podría investigar si, como parece, hay base para ello. ¿Qué fiscalía debería intervenir? A bote pronto, la llamada Fiscalía Anticorrupción -que ya es parte en este proceso-; sin embargo, sólo puede intervenir en los casos en que así se lo haya ordenado el fiscal general. Y esta limitación está en una ley aprobada por unanimidad en 1995. De nuevo, el debate sobre las funciones, naturaleza e integrantes de la fiscalía se muestra ineludible; ¿hasta cuándo?

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