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Columna
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La convergencia digital en España

En los tiempos en que el matrimonio Clinton ponía a maullar a su gata en la web de la Casa Blanca eran pocos los que entendían de qué iba aquello de las autopistas de la información. Y menos los que intuían que años después, gracias a tan eficientes cañadas digitales, además de oír los más variados sonidos, se podría pujar por vestidos que se habían manchado en el Despacho Oval.

Entonces, cuando todavía no se había inventado la versión europea de las promocionadas autopistas interactivas, eran pocos los que se imaginaban cómo sería la sociedad de la información que llegaba. Y menos los que suponían que los Gobiernos tendrían algo que decir en el asunto. Pues eran tiempos donde el pensamiento único se enseñoreaba de todos los discursos, los tigres asiáticos todavía no se habían estrellado y parecía que la época de los ciclos había quedado atrás. Por lo que se aconsejaba dejarlo todo en las sabias manos del mercado.

Cuando las gentes empezaron a conocer de oídas que se podrían comprar yogures a través de un artilugio que se llamaba Internet y que existían mecanismos para acceder a espectáculos y producciones audiovisuales cuando cualquiera lo requiriese, se acuñó el término de convergencia digital para explicar cómo podrían coincidir en un mismo negocio los intereses de las operadoras de telecomunicaciones, de los fabricantes de productos y servicios informáticos y de los que se dedicaban a las producciones audiovisuales.

La era multimedia aparecía así como un nuevo El Dorado, donde los estadios digitales permitirían que millones de personas viesen un Numancia-Racing de Ferrol, para alegría de los que promovían los nuevos negocios de la era interactiva, de los publicitarios asociados y, por supuesto, de los presidentes de los clubes de fútbol concernidos. Y como tales eras tecnológicas prometían repartir sus riquezas entre todos, hasta el comisario Bangemann y otros autores de renombre se aprestaron a explicar que no sólo se podrían comprar natillas en la red. También sería sencillo relacionarse con la Administración o acceder al dentista para saber en qué momento le vendría bien que le dejasen a cada cual sin muelas del juicio.

Tales expectativas, a las que pronto se unieron las ilusiones de los nuevos negocios puntocom generaron un clima en el que nadie dudaba de que todo fuera posible. E incluso poco atrevido, pues nadie supo decir si lo que pagaba el señor Villalonga por Endemol hubiese superado la prueba de un programa de precios ajustados. Ni nadie se imaginaba que después de los fiascos que se empezaron a gestar cuando el Nasdaq empezó a caer, fuesen ahora tan pocos los que quieran hablar de las venturas de la sociedad y la economía digitales. Y menos los despachos en los que se quiere recordar el fracaso del Info XXI, tantas veces presentado como la vía a la modernidad que tendría que recorrer la sociedad española para estar a la altura de la nueva política exterior de la que tan orgullosa se siente la señora De Palacio.

No obstante, el Gobierno, que como se sabe siempre tiene visiones adelantadas, hace tiempo que se percató de que no es el momento de recordar los fiascos del pasado, sino de pergeñar el futuro. Para lo cual ha acudido a ese método de eficiencia probada que es crear comisiones especiales para que sean éstas las que digan lo que hay que hacer. Y con la sagacidad que le caracteriza volvió a invitar a algunos de los redactores que estuvieron en la redacción de las recomendaciones que dieron pie al Info XXI a finales del siglo pasado, confiando en que, como entonces, propusieran políticas y proyectos razonables que cualquiera asumiría, sin entrar en detalles de decir cómo hacerlo ni quién tendría que arrostrar la responsabilidad de llevarlo adelante. Pues para eso siempre queda el mercado, que con su sabia asignación de recursos evita tener que echar mano del Presupuesto y libera a los ministros de diseñar políticas y comprometerse con ponerlas en práctica.

Lo malo es que, como los tiempos han cambiado, hasta los respetables miembros de una comisión de notables no pueden evitar reconocer que hay muchas iniciativas, pero falta coordinación y brillan por su ausencia las masas críticas que permitirían hacer de España una sociedad digital. Con lo que no han tenido otra ocurrencia que volver a reclamar que convendría que se hiciese un plan y que se arbitrase un liderazgo político al máximo nivel, como si no se acordasen de las veces que el señor Aznar, el señor Piqué y la señora Birulés han prometido Internet para todos. Rematando, además, tal impertinencia sugiriendo que hay que promover una nueva convergencia digital, que acerque los parámetros españoles a las cifras de los países punteros de la OCDE y la UE, como si quisieran resaltar que en esta materia se va más retrasados que en la ejecución de las obras que llevarán el AVE hasta Lleida en la próxima legislatura.

Finalmente tan bienintencionados comisionados siguen proponiendo lo que ya propusiese en su momento Bangemann, olvidando que es el mercado el que define cómo se aplican y difunden los avances tecnológicos, por más que les pese a los fabricantes de equipos y a los ingenieros de diseño.

O recomendando que en los nuevos planteamientos de la Administración se siga contando con un grupo de expertos, ya que siempre convendrá tenerlos a mano para explicar a la opinión pública por qué siguen fracasando los planes Info Versión Punto 4, sin que el Gobierno tenga que bajar de su torre de marfil, ya que en esto no puede culpar de la desconcertada realidad a la siempre desleal oposición.

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