Servicios de proximidad, ¿necesidad u oportunidad?
La estructura de la sociedad está cambiando con rapidez. Y quizá el cambio más profundo sea el del modelo familiar. En primer lugar, por el importante descenso del número medio de componentes de la unidad familiar, motivado por la caída de la natalidad y por el creciente número de familias monoparentales. El porcentaje de personas que deciden vivir solas no deja de aumentar. Como muestra, un dato. En España el 15% de los niños nacen ya fuera del matrimonio. En Reino Unido este porcentaje se eleva al 40%, mientras que en Suecia roza el 60%. Por otra parte, la positiva incorporación de la mujer al mundo del trabajo ha modificado los roles de la familia tradicional.
Del antiguo modelo en el que el hombre aportaba los recursos económicos y la mujer trabajaba en casa, estamos pasando a uno donde los dos cónyuges trabajan fuera de casa. Aunque las faenas domésticas deberían ser compartidas por ambos, en realidad la mayor parte sigue recayendo sobre la mujer, que soporta una pesada sobrecarga.
En vista de las tendencias anteriores, podemos deducir que los servicios personales -cuidado de los hijos, atención de los mayores y de los enfermos, por citar algunos ejemplos-, que hasta ahora se prestaban en las unidades familiares, formando a veces una red que abarcaba varias generaciones y ramas colaterales, van a experimentar una evidente transformación. ¿Por qué? Pues por un sencillo motivo. Porque las familias tendrán muy pocos miembros -en muchos casos sólo uno-, porque casi nadie podrá dedicar el 100% de su tiempo a las tareas familiares y porque, en muchos casos, esas familias tan reducidas vivirán en lugares alejados. La mujer ha sido hasta ahora eficaz prestadora de esos servicios personales en el ámbito familiar, sin estar remunerada por ello y sin apenas reconocimiento social. En el futuro alguien tendrá que prestar esos imprescindibles servicios.
Y un último apunte. Debemos ser conscientes del progresivo envejecimiento de nuestra sociedad. Si en 1900 tan sólo el 5% de la población española superaba los 65 años, en 2025 este porcentaje subirá del 20%. Y todas las personas mayores terminan, tarde o temprano, teniendo cierto grado de dependencia. Hasta ahora la familia era la institución que cuidaba de sus mayores. ¿Qué pasará en el futuro, cuando sencillamente ya no pueda ser así?
Por todo ello los servicios de proximidad serán cada día más necesarios, incluyendo tanto la ayuda y atención domiciliaria a personas mayores como el apoyo general a personas dependientes. Las personas dependientes son aquellas que no pueden valerse por sí mismas y necesitan la ayuda de los demás. En España, según nos cuenta la periodista Carmen Parra en un buen reportaje en El País, ya existen más de 2,4 millones de personas con diversos grados de dependencia. Algunos se atienden en centros especializados; otros muchos, por sus familias, y algunos sufren un serio abandono. La creciente demanda de trabajadores especializados en los servicios sociales para atención de personas dependientes constituirá un gran yacimiento de empleo. Se estima que será preciso crear más de 110.000 puestos de trabajo en estos oficios.
La demanda es segura. También existen profesionales dispuestos a satisfacerla. La pregunta sería: ¿cómo financiar esa necesidad? Y es aquí donde surgen las dudas. Hasta ahora esos servicios se financian vía diversas instituciones religiosas y ONG, programas de empleo del Inem, el FSE o las comunidades autónomas, y también por programas municipales o autonómicos. Todas estas vías pueden ser complementarias, pero ninguna tiene la suficiente entidad como para garantizar la solvencia del sistema.
Los fondos europeos finalizarán, los ayuntamientos y comunidades autónomas no podrán atender las demandas crecientes si no obtienen financiación específica, y los programas de empleo sólo persiguen formas a los trabajadores para que puedan después acceder a un puesto o crear una empresa. No. La financiación debe tener una garantía estatal.
Debe establecerse una garantía mínima de atención a la dependencia como un derecho social más de los contemplados por nuestro sistema de bienestar. Y para ello resultará imprescindible que el conjunto de los partidos políticos y los agentes sociales lleguen a un acuerdo sobre la materia. El foro adecuado sería la continuación del Pacto de Toledo. No sólo debemos hablar de pensiones. Tendríamos que hablar de envejecimiento e introducir los servicios de dependencia como una necesidad más a satisfacer. La financiación de este nuevo gasto debería proceder de los Presupuestos generales y no del sistema contributivo de pensiones, toda vez que estaríamos ante un derecho universal.
Otro aspecto a desarrollar serían los seguros de dependencia, que deberían compatibilizarse con los planes de jubilación, y obtener un tratamiento fiscal favorable para facilitar su extensión. En los convenios colectivos o en los planes complementarios se podría también introducir una pequeña contribución a los seguros de dependencia, obligatorios ya en algunos países europeos.
Por último, aunque la atención básica de dependencia debe tener garantía pública, podría ser prestada por entidades públicas o privadas, que encontrarían en el sector un sólido campo de crecimiento y desarrollo.
Por último, aunque la garantía fuese pública y estatal, la gestión debería ser básicamente local, con control autonómico (tienen las competencias), habilitándose las transferencias correspondientes en función del número de dependientes de cada localidad y de su dispersión geográfica. La garantía y financiación deben ser estatales, y la garantía mínima debería ser la misma en todas las comunidades autónomas.
Moraleja. La creciente demanda de servicios de proximidad supondrá una necesidad social a cubrir, y una oportunidad para nuestro sistema de bienestar, para nuestro empleo y para nuestra actividad económica.