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Columna
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El conflicto insostenible

José Manuel Morán considera que la mayor amenaza para la economía actual es la pérdida de confianza en sus gestores. Por esta razón afirma que una guerra de la que la opinión pública desconfía mermará más dicha confianza

Desde que Robert Michels escribiese en 1915 su alegato sobre las tendencias oligárquicas de las organizaciones, que se concretó en las páginas de Los partidos políticos, es un lugar común que a medida que el poder de los líderes se acrecienta se hace para ellos más inconcebible que sus acciones puedan estar sometidas a crítica alguna, ya que se creen en la posesión no sólo de la fuerza, sino también de la verdad. Lo cual conduce tanto a desmanes injustificables como a errores de apreciación y malas prácticas que acaban, a la postre, en el desprestigio de los que se creen a salvo de cualquier censura. Si se añade que siempre tienen a mano escribanos que tratan de enaltecer tan altivos desempeños directivos, es compresible que no desdeñen apelar a la ética y a resaltar que todos sus afanes no tienen otro objeto que el bien de la colectividad. De forma que en la vida moderna las consideraciones morales con que se aderezan los más variados discursos se han convertido en un accesorio retórico o, como diría Michels, en una ficción necesaria.

No es de extrañar que desde entonces, cuando ya se aplicaban en las trincheras de la Gran Guerra de la época las armas de destrucción masiva que al parecer Bush sabe ahora dónde esconde Sadam, ante los discursos de cualquier líder haya ido menguando la receptividad con que son aceptadas sus palabras. Si bien, y gracias al desarrollo de los medios de masas o a las mejoras en la función gerencial que han abogado por las técnicas más participativas e interactivas, ha sido posible vender, en muchos casos, como objetivos generales intereses particulares. Pues las mayorías tienden a ser confiadas, ya que, como argumentaba el autor aludido, siempre es más fácil convencer a una gran multitud que a una audiencia pequeña. Lo malo es que desde los últimos escándalos financieros tales mermas se han acrecentado y hay cada vez más gente que desconfía. Por lo que, como se ha certificado en Davos, la mayor amenaza que tienen las economías actuales no es la incertidumbre sino la pérdida de confianza en sus gestores. Y la duda razonable, cuando no el descrédito, sobre sus propuestas, pues se piensa que tras sus proclamas pudieran esconder propósitos diferentes de los que enuncian.

El objeto de la guerra en Irak es adecuar el mapa del petróleo para las próximas décadas y de paso mostrar quiénes son los gestores de las reservas

Es, más o menos, lo que se malicia ahora una ciudadanía que asiste estupefacta ante los discursos que anticipan un inmediato ataque a Irak. Sólo porque al parecer está en el eje del mal y se dice que guarda en sus arsenales gases y sustancias destructivas similares a los que es probable que tengan muchos otros que no están en tan diabólico eje. Cuando en realidad el interés por derrocar a Sadam no estriba en lo que haya o no en sus polvorines, sino en lo que hay en el subsuelo de la región. Y que permitiría al Imperio no tener que depender de la volubilidad de los países que hoy constituyen la OPEP, ni seguir siendo complacientes con los saudíes. O tener que empezar a explotar las reservas de Alaska o acelerar el desarrollo de la antigua URSS, haciendo operativos los sistemas de transporte para que se comercialicen sus reservas de gas y petróleo.

El objeto, por tanto, de las bravatas del emperador, o de la solidaridad con la defensa de la libertad y la democracia que se envía por carta con el mismo entusiasmo con que antes los soldados escribían a sus novias mientras cumplían con la patria, no es acabar con las armas que se sean una amenaza para el género humano. El objeto es adecuar el mapa del petróleo para las próximas décadas y de paso mostrar quiénes son los gestores de las reservas, sin buscar otras alternativas. Lo cual, al margen de ser una desvergüenza política, sólo es comprensible por la pasividad de opiniones públicas que creen no estar afectadas ni ser cómplices en los bombardeos que caigan sobre Bagdad y sus aledaños. Y encierra, además, el peligro adicional de lo que supone seguir apostando por el desarrollo de un modelo energético que sólo puede conducir a la catástrofe planetaria si se sigue empecinado en el consumo, sin tasa ni medida, de combustibles de origen fósil.

Lo que contribuirá a acrecentar los peligros del efecto invernadero y a impedir un desarrollo equitativo del planeta. Ya que, mientras en Porto Alegre se sigue diciendo que otro mundo es posible, nadie sabe cuáles debieran ser las políticas que lo hiciesen factible. Ni cómo sustituir este modelo de consumo irrefrenable, que permite que algunos nos podamos duchar con agua caliente cada mañana mientras el 80 % del planeta tiene que ingeniárselas para llevarse algo a la boca. De ahí que cuando empiecen a caer sobre el territorio iraquí las municiones que ahora el Imperio se apresta a almacenar en sus cercanías, no sólo Sadam estará empezando a perder la guerra. Los televidentes también seguiremos perdiendo, aun sin saberlo, la guerra por la sostenibilidad, tanto para nosotros como para las generaciones del mañana. Que se sorprenderán de nuestra estupidez por confundir la libertad con el petróleo.

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