Centrar el objetivo en el gobierno empresarial
Los escándalos financieros de 2001-2002 han hecho volver los ojos hacia el corporate governance. Enron, Worldcom, Tyco y las demás protagonistas del drama contaban con consejos de administración integrados, al menos formalmente, por independientes y organizados en comisiones, como hace ya más de una década marcan los cánones de buen gobierno al uso. Y no obstante, fallaron los sistemas de control, la información que se transmitió a los mercados fue engañosa y se quebró la confianza depositada por los inversores. Es decir, todas las finalidades para las que se concibió el corporate governance se vieron frustradas.
Parece por tanto justificado el escepticismo de los directivos españoles, que en una encuesta realizada por PricewaterhouseCoopers, consideran mayoritariamente que introducir consejeros independientes es una medida cosmética u oportunista.
No obstante, la proliferación de escándalos empresariales ha producido un clamor en demanda de gestión más responsable y de información más fiable. Dejar las cosas como están no es solución. Por ello, en EE UU en primer lugar y después en toda Europa se han formado comisiones y han proliferado iniciativas regulatorias para prevenir este tipo de actuaciones. æpermil;se es el cometido que en nuestro país se ha encomendado a la Comisión Aldama.
No obstante, esta dinámica lleva aparejado el peligro de la sobrerreacción normativa, motivada frecuentemente por intereses electorales de corto plazo, más que por un sereno análisis de la problemática y una adecuada evaluación de las opciones. Parece por ende razonable la advertencia lanzada por el presidente del Instituto de la Empresa Familiar contra la tentación de un excesivo reglamentismo, que pudiera constreñir la capacidad de autoorganización, esencial para el buen desarrollo empresarial.
Es pues necesario que se centre adecuadamente la cuestión y se actúe con firmeza pero también con mesura. El problema no es la empresa familiar, que tiene sin duda otros retos, pero no se ve afectada por la crisis de confianza en la medida en que no acude a los mercados de valores. Por tanto, toda acción normativa debe proyectarse sobre las cotizadas, salvo que se demuestre la necesidad de extender alguna de las soluciones a las familiares, cosa a mi entender poco probable. España tiene unas 250 sociedades cotizadas. La gran mayoría cuenta con accionistas de control, que con sus votos dominan la estructura orgánica. Ninguno de los escándalos se ha producido en una sociedad así. En ellas, los accionistas mayoritarios se encargan de organizar la supervisión del equipo directivo, supervisión que beneficia a todos los accionistas.
Los problemas que pueden producirse en estas sociedades son de otra índole, derivados normalmente de la preterición de los intereses minoritarios. Pero nuestra legislación está concebida para proteger a la minoría de los posibles abusos de la mayoría. Algunas mejoras, dirigidas principalmente a extender a los accionistas de control los deberes fiduciarios de los administradores y a facilitar el ejercicio de acciones judiciales serían convenientes, pero el gobierno de estas sociedades no requiere modificaciones estructurales.
El problema que nos ocupa se produce principalmente en las sociedades cotizadas de capital disperso. La llamada sociedad berle & means es aquella en la que no hay un accionista que claramente ejerza el control sobre el equipo directivo. En España son apenas 25. Pero este selecto grupo tiene en sus filas con empresas como Telefónica, BBVA, SCH, Endesa, Iberdrola, Fenosa y Repsol, más de la mitad de nuestra capitalización bursátil. Ignorar el riesgo que se corre si no se mejoran los sistemas de control y supervisión en estas compañías es una irresponsable ceguera. No debemos olvidar que el caso Banesto se produjo en una sociedad en la que, al igual que en las grandes norteamericanas, su presidente carecía de mecanismos orgánicos de contrapeso de su poder, precisamente porque su accionariado disperso tiende racionalmente a la apatía.
Mejorar el sistema de supervisión de estas sociedades es pues una tarea ineludible. Para ello es necesario reforzar el papel del consejo de administración. El afianzamiento de la independencia real -y no tan sólo formal- de sus consejeros y el desdoblamiento de las funciones de presidencia y dirección ejecutiva son líneas de reforma necesarias.
Ello unido a una nítida transparencia del sistema de gobierno adoptado. Se trata de fórmulas adoptadas ya con carácter general en el Reino Unido, país en el que más se ha avanzado en la senda del corporate governance. Podemos y debemos ser críticos con la figura de los consejeros independientes. Cabe incluso el escepticismo. Pero debemos ser conscientes de que, si no se avanza en esta línea, las alternativas son la intervención pública o dejar la cuestión al puro juego del mercado. Lo primero genera probadas ineficiencias. Lo segundo engendra monstruos de los que luego nos escandalizamos.