_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

El santo temor al equilibrio...

Se entiende que presupuestario, por supuesto. Si nuestro famoso ministro de Hacienda, que invocaba tal saludable freno al ánimo de gastar más de lo que ingresaban las arcas públicas, levantase la cabeza no entendería nada de lo que ahora está de moda defender no sólo en España sino en Europa: a saber, que es bueno y saludable que las cuentas públicas estén deliberadamente en desequilibrio.

Y como nunca aprendemos se utilizan de nuevo los gastados argumentos a favor de las políticas fiscales discrecionales; es decir, que en épocas de recesión conviene que el Gobierno baje los impuestos o gaste más, o ambas cosas. Por supuesto se olvida que la política fiscal es lenta y que sus efectos estimuladores suelen llegar cuando ya no se precisan, la recesión es cosa del pasado y los prometidos incrementos en el empleo no se han materializado.

Ese escepticismo acerca de los supuestos beneficios de una política fiscal anticíclica se apoya, además de en razones teóricas, en la experiencia de números países, sobre todo si se trata de economías abiertas, de tal forma que hoy en día pocos expertos apoyan decididamente ese tipo de activismo; la mayoría deposita más su confianza en los estabilizadores fiscales automáticos. La opinión más razonable es que los déficit presupuestarios deberían compensarse con superávit a lo largo del ciclo económico.

En Europa la situación es más complicada ya que, al haberse transferido al Banco Central Europeo la política monetaria, los Gobiernos centrales no disponen de los tipos de interés como instrumento para reactivar la economía en caso de necesidad, de tal forma que los abogados de la política fiscal encuentran terreno abonado para defender sus tesis, ya sean éstas las más moderadas -que favorecen el funcionamiento automático de los estabilizadores- o las más decididas -reducciones de impuestos o incrementos del gasto-.

Pero aquí entra en juego el Pacto de Estabilidad, que impide, en teoría, a los miembros de la Unión Económica y Monetaria (UEM) incurrir en un déficit superior al 3% del PIB. No obstante, esta exigencia, impuesta por nuestros socios alemanes al diseñarse la Unión Económica y Monetaria, se ha vuelto contra los países supuestamente virtuosos, como la propia Alemania y Francia, que son los que ahora luchan por saltarse la regla.

España, por el contrario, hizo un encomiable esfuerzo y hoy puede permitirse el lujo de presumir de déficit cero. ¡Parece que siempre llegamos tarde a todo! En Europa somos virtuosos cuando se impone ser pródigo y en la escena doméstica las autonomías socialistas se rebelan contra los compromisos legales que las obligan, cuando menos, a 'elaborar y liquidar' sus presupuestos en equilibrio.

La tal rebelión rezuma olor a pugna partidista y no a mesurada reflexión de política económica -sus principales argumentos son que el Gobierno ha faltado a la 'lealtad constitucional' al no informar a las comunidades de sus objetivos presupuestarios y que se impone a las comunidades un equilibrio que el Estado no logra, al compensar su déficit con el superávit de la Seguridad Social-. Para ello se manipulan textos legales si es preciso y se alaba el realismo europeo, atemperando la convergencia al ritmo que a cada uno convenga -ya sea a Francia o a una comunidad dispendiosa-.

Pero se consuma o no la rebelión, lo que se demuestra es la ausencia de unos principios constitucionales claros que fijen la cuantía del gasto público y, en consecuencia, embride el endeudamiento. Carece nuestro texto constitucional de disposiciones como el artículo 115 de la Ley Fundamental de Bonn, exigiendo que los ingresos procedentes de créditos no superen el importe de los gastos consignados para las inversiones en los Presupuestos y que sólo excepcionalmente -por ejemplo, para evitar una perturbación del equilibrio económico general- cabrán excepciones a esa regla.

El santo temor al déficit no sólo no está enterrado sino que, como muestran los ejemplos antes citados, goza de buena salud.

Y es que a los políticos les encanta gastar porque, al fin y al cabo, es la moderna fórmula de la compra de votos y, por ende, el mejor y más democrático procedimiento de mantenerse en el poder, ya que no en vano las consecuencias del gasto público y la carga de la deuda las soportarán las generaciones futuras que, por ahora, no votan.

Archivado En

_
_