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Tribuna
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Oportunidad para la política industrial

Si ha existido una idea sobre la que se haya debatido intensamente en los ambientes empresariales a lo largo de las décadas de los ochenta y noventa fue, sin duda, la política industrial. Término manido que cobijó las más obtusas afirmaciones y que ha permitido, a lo largo de todo este tiempo, el fácil lucimiento a alguno de los menos clarividentes mentores del dolce fare niente.

Se vuelve a hablar en los ámbitos gubernamentales de nuevas políticas que animen y ayuden a la recuperación de las industrias afectadas y a sus planes de crecimiento. Que estas ideas se comiencen a escuchar de nuevo en los foros más relevantes es la señal más inequívoca de que se ha identificado su ausencia como una falta, una dejación innecesaria y perjudicial.

La crisis actual afecta de forma muy notable al empleo y a la localización de los centros productivos, sobre todo de aquellos más ligados a las políticas de innovación. Asistimos a una avalancha de informaciones sobre cierres de centros, pérdidas de mano de obra cualificada que se han formado en las más avanzadas técnicas de las comunicaciones y la informática.

En ese contexto aparece la preocupación por la fortaleza del tejido empresarial. Las apuestas para su crecimiento parece que se desvanecen y nos enfrentamos a un panorama desertizado donde las referencias industriales que brillaban se han oscurecido y no existen sustitutos que permitan seguir una senda de referencia. En este escenario de confusión reaparece el concepto de política industrial.

Para animar ese debate es oportuno pensar de nuevo y hacerlo desde tres perspectivas: el empleo, la localización productiva y la innovación.

Si pensamos en términos de empleo, es claro que en España éste se conforma en torno a las pymes. Cabe preguntarse si las políticas industriales tienen como destinatario ese segmento o si, por el contrario, se priman con criterios desequilibrados los grandes centros. Además, en apoyo de otras políticas no se puede aducir conflicto de intereses, pues es viable la convivencia de ambas. Obviemos, por ello el falso enfrentamiento y busquemos los mecanismos necesarios. Entre otros:

Políticas que contemplen, de forma imperativa, un papel para la compra en aquellos servicios públicos, prestados por empresas privadas o públicas, a pymes radicadas en España. Ello favorecerá, sin duda, su capacidad de innovar, de ampliar su catálogo de productos y de exportar.

Políticas que apoyen las prácticas innovadoras, inclusive con subvenciones, para las empresas que no disponen de capacidad de endeudamiento y financiación.

Políticas que detecten las necesidades tempranas de las sociedades avanzadas y que pongan a trabajar en ellas al tejido empresarial próximo, exigiendo profesionalidad en la gestión y resultados a medio y corto plazo. Pero confiando en las capacidades reales de las empresas cercanas y no siempre dando prioridad a los cantos de sirena provenientes del exterior.

La innovación puede ser un buen vector para desarrollar políticas industriales en estos tiempos. Para ello, es preciso renovar los mecanismos y las prácticas, a veces restringidas y limitadas por normas de rango superior. La firme voluntad de alguien que quisiera cambiar el decepcionante 0,9 del PIB dedicado a I+D debería superar esos frenos y apostar por la industria existente. Debería promover las labores de fomento de la misma sobre los viveros incipientes, animar a los innovadores con apoyos arriesgados, no temer al fracaso, juntar a los actores, empaparse de energía y comunicar a la sociedad este empeño renovado.

Desgraciadamente algunos signos recientes no parecen que van por ese camino. Se anuncia que, para que en el futuro se apoyen las labores de I+D+i por parte de la Administración central, se va a requerir de un proceso de certificación del proyecto por un organismo ajeno a la unidad innovadora, en este caso Aenor. Este enfoque, que supone un incremento de coste para las empresas, con una dudosa capacidad sobre su aportación de valor, es un ejemplo claro de cómo caminar en sentido contrario, basándose en la falta de confianza de los actores, en la incapacidad de los organismos públicos para discriminar y en el incremento de costes de un proceso, en sí mismo empinado y difícil.

Distintos órganos de gobierno de Aniel, asociación empresarial del sector de la electrónica y las telecomunicaciones, se han manifestado contrarios a esta práctica de certificación exigible que, como botón de muestra, señala lo equivocado de algunas sendas, alumbradas con buena voluntad, pero que no ayudarán a concretar nuevas iniciativas industriales.

Pero tampoco olvidemos las exigencias permanentes de todo proceso industrial: el respeto por los requerimientos de calidad, tiempo para su desarrollo, solidez y responsabilidad. El abandono de estas prácticas ha supuesto, entre otros, la aceleración ilógica de los tiempos de puesta en los mercados de las nuevas tecnologías, las prácticas financieras ajenas a los oficios aprendidos, la falta de respeto por la dedicación y el esfuerzo y la adulación por el enriquecimiento inminente.

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