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PRESENTE
Columna
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La ayuda al desarrollo

La ayuda para la inversión sin más no acaba con la pobreza. Dado que no hay correlación entre ayuda exterior e inversión productiva, Carlos Sebastián propone centrar la ayuda en el capital humano

Carlos Sebastián

En 1957 Ghana accedió a la independencia bajo el liderazgo del entonces carismático Nkrumah. Las perspectivas eran muy positivas: era el país africano con mayor número de universitarios, en la última fase colonial se habían desarrollado algunas infraestructuras y había la disponibilidad de ayuda técnica y financiera. El proyecto estrella que centró esas ayudas fue la presa del Volta, que iba a permitir el desarrollo de una importante industria integral del aluminio y otra de soda cáustica, además de posibilitar una industria pesquera en el lago que se iba a formar y, asimismo, ese lago iba a resolver tanto las necesidades de regadío de una nueva agricultura como un importante problema de comunicación entre el norte y el sur del país. En 1982 sólo existían la central hidroeléctrica y una fundición de aluminio (no la planta integral) con niveles de producción relativamente estancados. No se habían desarrollado actividades pesqueras, ni infraestructura de regadíos, ni rutas de transporte fluvial. Sin embargo, aún con eso, este ha sido el proyecto de inversión más exitoso de cuantos se proyectaron para Ghana.

Pero lo peor de todo es que en 1983 la renta per cápita en Ghana era la misma que en 1956 y sólo las dos terceras partes de la que registró en 1971. ¿Qué pasó? Ni los proyectos de inversión ni la nueva situación política fueron capaces de generar los incentivos para que la población se implicara en actividades de producción e innovación. A ello no fue ajena la evolución política de ese país africano: en 1966 Nkrumah fue víctima de un golpe militar, que fue recibido con entusiasmo popular por la percepción de que su Gobierno era altamente corrupto. Y en los 14 años siguientes se produjeron cuatro golpes militares más, que no hicieron sino empeorar la situación (a finales de los setenta el país sufrió una importante hambruna).

Este decepcionante ejemplo es relevante para las discusiones que se han establecido en torno a la reunión de Monterrey la semana pasada. La ayuda para la inversión sin más no es la estrategia para romper la trampa de la pobreza. La ayuda internacional, especialmente la destinada a grandes proyectos, es un foco de corrupción cuyo único impacto es perpetuar la cultura del desvío de rentas en lugar de impulsar la cultura de generación de rentas. Según el estudio de Easterly (La esquiva búsqueda del crecimiento), en la mayor parte de los países que han recibido ayuda a la inversión durante tres décadas, no hay ninguna correlación entre ayuda exterior e inversión productiva. Por otra parte, la acumulación de capital físico explica una parte muy pequeña de la experiencia de crecimiento de los países y de las diferencias en renta per cápita. Más importante es el capital humano (la educación y la salud), por lo que parecería adecuado que la ayuda se centrara en estas actividades, diseñándola de forma que la corrupción se minimice (lo cual en este caso resulta más fácil que en la financiación de grandes proyectos).

Pero eso también sería insuficiente. El salto definitivo no se producirá hasta que estos países alcancen una estructura institucional en la que los ciudadanos tengan los incentivos para crear renta e innovar. ¿Cómo puede ayudarse desde el mundo desarrollado a este proceso? Esta pregunta tiene difícil respuesta. Pero merecería la pena dedicar esfuerzos a tratar de ir discutiendo propuestas.

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