La peseta se va sin hacer ruido
La peseta desaparece hoy sin sobresaltos ni añoranzas. Los españoles se han adaptado con rapidez, y en la abrumadora mayoría de los casos con complacencia, a la nueva moneda común europea en apenas dos meses. Una actitud que viene a certificar el escaso arraigo cultural que logró la ya antigua divisa española en la sociedad. Paradójicamente, su desaparición coincide con el cumplimiento de uno de sus objetivos fundacionales, formar parte de una unión supranacional. El proyecto inicial al crear la peseta hace 133 años era integrarla en una unión monetaria latina a la que finalmente España no se adhirió.
La moneda española, además, tenía raíces históricas y culturales menos profundas que las de vecinas como el franco francés o la dracma griega. Y tampoco gozaba del simbolismo del marco alemán, que llegó a convertirse en estandarte de la recuperación germana tras la II Guerra Mundial y en seña de identidad de la reunificación de las dos Alemanias tras la caída del muro de Berlín. Acaso por esto, los ciudadanos alemanes son los que están mostrando más nostalgia por la desaparición de su moneda y, según una reciente encuesta, al menos la mitad de ellos serían partidarios de recuperar el marco.
Buena parte del lastre que arrastraba la percepción de la peseta entre los españoles provenía de su identificación con periodos de aislamiento, inestabilidad económica, alta inflación y abultado déficit público. Para muchos ciudadanos se trataba de una moneda débil, poco apreciable, cuya unidad de cuenta ni siquiera circulaba. Además, la moneda única se asocia a Europa y a una progresiva estabilidad económica. Sin embargo, la mala fama de la peseta no está del todo justificada. La entrada en el Sistema Monetario Europeo (SME) a finales de los ochenta no impidió las devaluaciones de principios de los noventa. Y los estudios realizados por los académicos ponen en evidencia que a la moneda española no le ha ido tan mal a lo largo de la historia. El valor inicial de la peseta, en 1868, era equiparable al del franco francés y la lira italiana. Más de un siglo después, la peseta es la que más valor ha conservado.
Como toda divisa que se precie de histórica, la peseta ha sufrido importantes altibajos. Sus peores momentos fueron la guerra de Cuba, la Guerra Civil y la crisis de los años setenta. Los mejores los protagonizó durante la I Guerra Mundial (en la que alcanzó su máximo valor) y a finales de los años noventa, cuando se decidió su incorporación al euro.
La llegada del euro es percibida por la ciudadanía como la hora decisiva para la economía española, que tendrá que hacer importantes esfuerzos para mejorar su competitividad sin poder recurrir a los viejos trucos de la devaluación de la divisa o las bajadas de tipos de interés para impulsar el crecimiento y las exportaciones. Con una moneda y un banco central común, España sólo podrá recurrir a la política fiscal y las reformas liberalizadoras para mejorar su competitividad. Y la política presupuestaria también está firmemente acotada por un Pacto de Estabilidad y Crecimiento que fija un tope del 3% del PIB al déficit público.
Para prosperar en este entorno, las empresas españolas tendrán que generar aumentos constantes de la productividad por empleado. Un camino para el que no basta con la socorrida contención de los salarios. La disciplina en el gasto es, sin duda, necesaria, tanto en el ámbito público como en el privado. Pero España está a la vez obligada a mejorar, modernizar y reinventar buena parte de su tejido económico, desde las normas que regulan el mercado laboral hasta la de productos y servicios, pasando por la distribución, las infraestructuras, la energía, las comunicaciones y los servicios financieros. Aspirar al nivel de los países punteros de Europa requiere afrontar sin dilación los problemas que aquejan al sistema educativo, con especial atención a la formación profesional. Y se necesita un impulso decisivo a la investigación y el desarrollo. España invierte en I+D sólo la cuarta parte que sus principales socios de la Unión Europea.