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Tribuna
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Aprender en cabeza ajena

Salvando toda posible distancia, la crisis de Enron debe hacernos reflexionar sobre nuestras propias compañías y mercados. Sin necesidad, por supuesto, de tener que esperar a una quiebra de ese porte para reaccionar. Antes que se produzca el acontecimiento catastrófico se puede actuar para evitarlo, después sólo cabe llorar. Aparte de esa posible satisfacción que no pasa de morbosa para el perjudicado de ver al administrador infiel entre rejas una temporada más bien cortita. Evidentemente no voy a tratar todos los males posibles, pero podemos centrarnos en algunos aspectos que resaltaba The Economist en su edición de la semana pasada. Retribución de los administradores, alcance de la auditoría, código de buenas prácticas.

La retribución de los administradores y directivos de las sociedades cotizadas según el valor de las acciones, sea cual sea la fórmula empleada, es, en principio, un modo de incentivarles de forma que su bolsillo sigue la suerte de la cartera del accionista.

La maldad surge cuando el valor a considerar de las acciones lo es en un corto plazo. Ya que entonces el interés por el futuro de la compañía decae absolutamente. Los administradores y directivos estarán interesados en que las acciones adquieran rápidamente un gran precio y realizar las plusvalías correspondientes, y el que venga después que arree. El argumento de contrario es muy sencillo, consiste en remitirse al trabajo de los analistas y considerar que no será posible aumentar artificialmente el precio de los valores -no olvidemos que las acciones son un bien siempre a largo plazo, pudiéndose obtener el rendimiento no distribuido acudiendo al mercado (el problema existe cuando el mercado se disocia de la vida de las compañías y ambos corren cursos separados)-. Pero este razonamiento se revela falaz acudiendo a la realidad de las cosas. Es necesario regular este tipo de retribuciones de forma que no se perjudique al accionista ni a la sociedad, no dejando todo el peso de la normativa a la hipotética y falsa soberanía de la junta general. No voy a adelantar soluciones, pero el camino va por conciliar la política de la compañía de distribución de dividendos con la de obtener mejores cotizaciones para sus títulos y de demorar en el tiempo la realización del valor de la ganancia de capital obtenida por el administrador o directivo así retribuido.

La auditoría debe contemplar la totalidad de las partidas de la contabilidad de la sociedad, sin exclusión alguna respecto de los activos que dependen de otras compañías, estén o no vinculadas, y estén donde estén, y si ello no es posible, debería anotarse la correspondiente salvedad respecto de su situación patrimonial. Comprendo perfectamente la dificultad que encierra. Pero una cosa es el desenvolvimiento de la actividad económica de la sociedad en competencia y otra el conocimiento real por los mercados de los riesgos efectivamente asumidos. A lo que habría que añadir la imprescindible independencia de los auditores, sin que puedan estar sujetos a renovaciones de contratos de prestación de servicios dependientes precisamente de las personas que deben ser auditadas, sin que valga el sarcasmo de la aprobación por la junta general.

Los códigos de buenas prácticas actuales se han revelado inútiles. Los comités de auditoría interna no sirven para nada, igual que los de retribuciones. Dejarlos a administradores independientes no basta, porque dependerán siempre del trabajo y los datos de base suministrados por, precisamente, los gestores de la sociedad. El pensar en establecer organizaciones paralelas, permanentes y totales de control dentro de cada sociedad cotizada aparece como poco menos que imposible e inoperante. La función del consejero independiente, ajeno a la gestión y a la propiedad, puede y debe servir como garantía relativa, además de incorporar visiones y criterios nuevos y frescos, pero, claro, también con estricta limitación temporal de su función y con un cuadro claro de incompatibilidades.

Cuando un grande cae y dentro del entramado del paradigma de la transparencia, control y las buenas prácticas, qué no podrá pasar con los demás.

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