Por qué la IA puede no resolver el rompecabezas de la productividad
Es posible que esta tecnología provoque una carrera armamentística que aumente los costes sin ganar negocio
Las economías avanzadas del mundo están sumidas en una prolongada crisis de productividad. En la década que siguió a la crisis de 2008, el crecimiento de la producción por hora trabajada en los países del G7 se desplomó a menos del 1% anual, menos de la mitad que en la década anterior. Este pésimo rendimiento es el mayor problema económico al que se enfrenta el mundo desarrollado, así como la raíz de gran parte de su angustia política y geoestratégica.
La inteligencia artificial es un avance potencial. Larry Fink, CEO de BlackRock, afirma que “transformará los márgenes en todos los sectores”. Goldman Sachs predice que impulsará el crecimiento de la productividad hasta 3 puntos porcentuales al año en EE UU durante la próxima década. El McKinsey Global Institute afirma que podría añadir hasta 26 billones de dólares al PIB mundial.
Los inversores deben tener cuidado con las exageraciones. Cuatro características de la IA sugieren que, aunque su impacto en la cuenta de resultados de algunas empresas puede ser positivo, sus consecuencias para el conjunto de la economía serán menos impresionantes. De hecho, los ordenadores autodidactas pueden empeorar la crisis de productividad.
Empecemos por el impacto de la IA en el motor más fundamental del crecimiento económico moderno: la acumulación de nuevos conocimientos científicos. Su prodigioso poder de predicción ha permitido notables avances en determinadas áreas de la química y la biología en las que abundan los datos. Sin embargo, el potencial de la ciencia para generar conocimientos útiles depende de su capacidad no solo para predecir lo que ocurre, sino también para explicar por qué ocurre.
Los antiguos babilonios, por ejemplo, no se quedaban atrás a la hora de predecir fenómenos astronómicos. Sin embargo, nunca llegaron a comprender las leyes físicas que explican por qué se producen. Tuvo que descubrirse el método científico –construir teorías explicativas y someterlas a pruebas experimentales– para que los científicos empezaran a captar cómo funciona el universo. Esa capacidad de comprender y predecir es la que permite a los científicos modernos llevar un hombre a la Luna, una hazaña con la que sus antepasados babilonios solo podían soñar.
Los modelos de IA son babilonios digitales, más que Einsteins automatizados. Han revolucionado la capacidad de los ordenadores para identificar patrones útiles en enormes conjuntos de datos, pero son incapaces de desarrollar las teorías causales necesarias para nuevos descubrimientos científicos. Como dicen el informático de la Universidad de California Judea Pearl y el escritor científico Dana Mackenzie en su bestseller de 2018 El libro del porqué, “los datos no entienden la causa y el efecto: los humanos sí”. Sin razonamiento causal, el genio predictivo de la IA no estará haciendo redundantes a los científicos humanos.
Un segundo argumento esgrimido a favor de la IA es que reducirá los costes de las empresas al automatizar muchas más tareas básicas de conocimiento. Se trata de una afirmación más convincente, y ya existen pruebas a su favor. Según un estudio reciente, la introducción de chatbots con IA ayudó a los servicios de atención al cliente a resolver un 14% más de incidencias por hora. La advertencia es que el probable impacto agregado de tales mejoras de eficiencia es sorprendentemente modesto.
Daron Acemoglu, de MIT, y recién galardonado con el Nobel de Economía, calcula que el 20% de las tareas laborales actuales en EE UU podría hacerlas la IA, y que en alrededor de un cuarto de esos casos sería rentable sustituir a los humanos por un algoritmo. Pero, incluso si eso sustituyera a casi el 5% de todo el trabajo, Acemoglu calcula que el crecimiento de la productividad general solo crecería alrededor de medio punto porcentual en 10 años. Es decir, apenas un tercio del terreno perdido desde 2008.
Cualquier recuperación del dinamismo económico sería bienvenida. El tercer reto, sin embargo, es que, en una clase importante de casos, la adopción de la IA puede hacer retroceder las ganancias de productividad.
Algunos de los primeros éxitos de la tecnología se han producido en su aplicación a los juegos. En 2017, por ejemplo, el programa AlphaZero de Google DeepMind sorprendió al mundo destrozando incluso a sus rivales informáticos más avanzados en ajedrez. Esto puso de relieve el potencial para desplegar el ingenio estratégico de la IA en otros entornos competitivos, como el trading financiero o el marketing digital. El problema es que, en la vida real, a diferencia de en los juegos, los demás jugadores también pueden invertir en IA. El resultado es que el gasto, que puede ser racional para cualquier empresa individual, es colectivamente contraproducente. Una carrera armamentística por la IA disparará los costes, pero no modificará los ingresos globales.
La historia de la inversión cuantitativa nos ofrece un cuento con moraleja. A principios de los 70, los inversores identificaron por primera vez factores sistemáticos como el valor (value) y el impulso (momentum), y las pocas empresas dispuestas a gastar dinero en investigación estadística disfrutaron de retornos superiores a lo normal. Pero, a finales de la década, sus competidores también hacían sus números. El exceso de rentabilidad se esfumó, pero todos siguieron soportando los costes.
La misma dinámica autodestructiva se aplicará también a otros ámbitos. En el mundo analógico, el sucio secreto de la publicidad era que a menudo se trata de una carrera para quedarse quieto. En uno de los casos didácticos más famosos de Harvard Business School, David Yoffie estudió las llamadas “guerras de la cola”, libradas por Coca-Cola y PepsiCo entre 1975 y mediados de los 90. Entre 1981 y 1984, Coca-Cola duplicó su gasto en publicidad. Pepsi respondió haciendo lo mismo. El resultado neto fue que prácticamente no hubo cambios en la cuota de mercado relativa de las dos empresas, pero con un coste general más elevado. En la era del marketing digital, la IA corre el riesgo de llevar la guerra de los refrescos de cola a todos los rincones de la economía.
Esto implica una cuarta característica de la IA que asestará un golpe más insidioso a la productividad. Si la carrera armamentística de la IA convierte la inversión masiva de capital en una apuesta para mantener la cuota de mercado, los actores más pequeños se verán inevitablemente desplazados. Las industrias tenderán al oligopolio. La competencia tenderá a disminuir. La innovación se resentirá y la productividad caerá aún más.
En 1987, el economista Robert Solow, galardonado con el Nobel, se lamentaba de que “se puede ver la era informática en todas partes, menos en las estadísticas de productividad”. Es posible que los efectos de la IA pronto sean demasiado evidentes... solo que no de la positiva forma que esperan los defensores de esta tecnología.
Los autores son columnistas de Reuters Breakingviews. Las opiniones son suyas. La traducción, de Carlos Gómez Abajo, es responsabilidad de CincoDías