A Europa se le acaba el tiempo para corregir el tiro de sus políticas
Debe consolidar la unión política, y corregir el estancamiento industrial, los excesos verdes y la migración desordenada
Se veía venir. Cualquiera con mediana sensibilidad pituitaria en Europa barruntaba que las elecciones de junio iban a suponer una seria embestida contra muchas de las políticas aplicadas desde Bruselas, y ni siquiera las correcciones de última hora han logrado esquivar el golpe. Las consecuencias políticas del nada sorprendente tsunami político han surgido con una inmediatez desconocida, con convocatorias electorales internas en Francia o Bélgica, y quién sabe si en Alemania, tras las muy severas derrotas de quien maneja ahora el eje francoalemán, clave de bóveda de la Unión.
Europa vuelve al diván para rumiar esta enmienda a sus políticas, pero no dispone para corregirla de la eternidad con la que acostumbra a practicar sus decisiones. Debe imprimir más diligencia para dar respuestas efectivas a la amenaza creciente a la paz y la seguridad estratégica que fue el germen del proyecto; a la pérdida de competitividad económica e industrial que erosiona las rentas y la riqueza europea y que está detrás del creciente euroescepticismo; a la acuciante crisis demográfica que genera un envejecimiento imparable y una inmigración desordenada; a la intención de ser más verde que nadie, más rápido que nadie, sin reparar en los costes para empresas y particulares; al trasvase de rentas intracomunitario siempre en recurrente sentido de norte a sur y sin apreciar el sacrificio de las contraprestaciones; en fin, a las dudas que por un asunto o por otro han cebado el ánimo crítico de millones de votantes y que no puede despacharse considerándolo un simple desahogo.
Harían mal los Gobiernos europeos en limitar la lectura de los comicios del pasado fin de semana en la recurrente clave nacional, por muy innegable que sea no considerar también que responden a una suerte de premios y castigos a las políticas domésticas. El avance tan firme de los partidos euroescépticos o directamente eurófobos en muchos países, pero de forma muy importante en los países más poblados y con más presencia parlamentaria, no deja dudas sobre el mensaje de la población. Es cierto que los partidos tradicionales han retenido a nivel continental la capacidad de mantener un pacto político que les permita controlar la Eurocámara y la Comisión, pero deben encajar la crítica creciente a sus políticas y a la manera de ejercerlas.
En Francia, en Bélgica o en Alemania, la censura a los Gobiernos nacionales alcanza niveles desconocidos en unos comicios de esta naturaleza, y han adoptado decisiones en consecuencia y con un recorrido inquietante. En otros países, como Italia, han avalado las políticas ambivalentes de la primera ministra, con la que todos en Europa a su derecha e izquierda han flirteado en la campaña. Y en España, en una disputa netamente nacional, la derecha ha avanzado sobre el examen de hace un año, y la posición del Gobierno se debilita, y nada hace pensar que desde ahora la coalición parlamentaria tendrá la solidez que le ha faltado desde diciembre o que habrá un Presupuesto que despejará la legislatura. Por tanto, aquí y más allá de los Pirineos, que fluya la vida y dejemos las cuitas locales de lado para echar más cemento en los pilares del proyecto europeo si se quiere evitar un crecimiento del voto aluminoso que acabe con él.
Nadie niega que gobernar decisiones para 27 naciones no es nada fácil, salvo que la economía genere y reparta tanta riqueza que anestesie las derivas nacionalistas. Y solo los momentos críticos y las malas decisiones del pasado han servido para cerrar en años más recientes las vías de agua que a nivel financiero tenía la UE, y que estuvieron a punto de hacer saltar por los aires la Unión Monetaria y con ella, el proyecto iniciado en 1957 con el Tratado de Roma. Europa se ha acostumbrado a funcionar con dos pasos para adelante y uno para atrás, y como comentaba un viejo diplomático francés, “no lo vamos a arreglar nunca, pero nunca lo joderemos del todo”.
Y en ello andan, con la celeridad que les caracteriza. Dos exploraciones paralelas encargadas a los italianos Enrico Letta, sobre mercado único, y Mario Draghi, sobre competitividad económica e industrial, deberían ver la luz cuanto antes, y cuanto antes despachar las decisiones políticas y financieras necesarias para aplicar las recomendaciones. La recomposición del crecimiento económico, un reparto racional de su desempeño y remontar la percepción de la ciudadanía de que la UE merece la pena van de la mano.
Si los esfuerzos de los programas de gasto financiados por la Unión tras la pandemia son insuficientes, que lo son, para seguir el ritmo de los bloques económicos americano y asiático con los que compite Europa, habrá que aplicar fórmulas diferentes para, al menos, no agrandar la brecha de competitividad que amenaza con dejar a Europa fuera de juego. El continente debe conservar sus posiciones en materia industrial y comercial, aunque la desventaja tecnológica que le impide tener autonomía tenga mal remedio ya. Solo una posición económica sólida permite disponer de una posición financiera fuerte, imprescindibles ambas para reforzar la debilitada autonomía geoestratégica y de defensa, que está más amenazada que nunca en los últimos 80 años por el imperialismo ruso y el hipotético aislacionismo americano que puede traer una segunda victoria de Trump.
La sospecha de que son precisamente los más interesados en aislar a Europa quienes ceban el voto eurófobo es explícita, con campañas descaradas de Rusia con tal empeño, y con aliados voluntarios en varios países de la Unión. Pero sería ingenuo pensar que ahí radica todo el descontento ciudadano con el proyecto europeo. El motivo fundamental, a mi modesto parecer, sigue siendo la alargada sombra de la crisis económica y la globalización sin medida, que dañan el empleo y las rentas medias, sobre todo en la industria, en la vieja Europa, y que mezcla de manera explosiva con flujos migratorios descontrolados en un territorio de complicado control de fronteras. Todo ello sin perder de vista el activismo medioambiental practicado por Bruselas, sin medir los daños colaterales a las empresas y a los consumidores, y que cohabita con la laxitud en tal materia de los grandes competidores industriales globales.
Todas estas políticas precisan, por tanto, de un ajuste fino o muy fino para girar el ánimo de la población y evitar dentro de unos años una sorpresa mayor que la de ahora, que devuelva a Europa a las peores andadas, y que ponga en riesgo verdadero el proyecto de paz europea soñado por De Gasperi, Schuman y Adenauer.
José Antonio Vega es periodista
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