La jungla regulatoria que asfixia a las empresas europeas
Es hora superar el complejo de recién llegados a la UE y ser críticos con una normativa que en los últimos cinco años suma 5.000 páginas
En estos tiempos de preocupación por la preservación de la naturaleza, por la deforestación y por la presión urbanística, agrícola, ganadera o industrial sobre entornos naturales, hay una jungla que no para de crecer. Por desgracia es una jungla cuyo crecimiento no beneficia a la naturaleza, aunque a veces se pretenda dirigida a su protección. Y ello no solo por el ingente consumo de papel que requiere, sino también por sus consecuencias sociales. Me refiero a la jungla regulatoria, al impresionante entramado de normas que se suceden, queriendo disciplinar detalladamente aspectos cada vez más concretos de la vida económica y social. Ello afecta a la ordenación de las relaciones sociales y al conjunto de los ciudadanos, pero, también, y particularmente, a la competitividad de las empresas, y por consiguiente a la salud económica de los territorios, a su progreso y al bienestar de sus poblaciones.
A este aspecto me quiero referir en estas líneas. Las empresas son, ante todo, entidades productoras de bienes y servicios, lo que deben hacer de la manera más eficiente posible, para su colocación en el mercado, en cuyo marco buscan la satisfacción de necesidades sociales y la consecución de un beneficio económico, y ofrecen posibilidades de empleo y de obtención de retribuciones adecuadas por el trabajo prestado a la mayor parte de los ciudadanos. Desde hace tiempo se ha consagrado, además, la responsabilidad social de las empresas, en relación tanto con sus empleados (a los que se debe garantizar la prestación de trabajo en condiciones dignas y con garantía de seguridad y de protección de su salud) como con la sociedad en su conjunto, en el terreno, por ejemplo, de la protección del ambiente.
Lo que sucede es que la actividad empresarial viene siendo sometida a exigencias y a regulaciones cada vez más detalladas y minuciosas, adosándose a las empresas cada vez mayores responsabilidades y cada vez más alejadas de su cometido esencial. Entran en juego mayores exigencias ambientales, un mayor papel en la protección frente a distintos tipos de acoso, incluso fuera del ámbito laboral, una implicación en la organización de las responsabilidades familiares y en la distribución de roles, en la protección de situaciones relacionadas con la orientación sexual del individuo o con sus opciones en ámbitos estrictamente privados, en la garantía de una movilidad sostenible. Hay cada vez más cuestiones sociales para las que parece que de lo que se trata es de buscar un sujeto solvente al que imputar cargas y responsabilidades, en una sociedad cada vez más infantilizada.
Este fenómeno se da con particular intensidad en Europa y, corregido y aumentado, en España. La reciente declaración de Madrid del consejo de presidentes de BusinessEurope (La competitividad es el camino hacia una posición global de la UE más fuerte y hacia el progreso económico y social, 1-2 junio 2023) identifica como la primera de las cinco áreas clave de actuación que plantea “dar un respiro regulatorio al conjunto de las empresas europeas”.
Una carga normativa excesiva, dice la declaración, socava la competitividad de las empresas europeas, y en los últimos cinco años se han adoptado más de 5.000 páginas de regulación en la UE. Muchas de las cargas que vienen impuestas a las empresas son laborales e implican un incremento significativo de costos, un aumento de la rigidez y una complicación de la gestión. De la frigidez social que se achacaba a los padres fundadores de las instituciones comunitarias (centradas en el funcionamiento del mercado común y ajenas a las preocupaciones sociales), hemos pasado a una orgía regulatoria que contiene exigencias que encorsetan excesivamente la actividad empresarial, complican y encarecen su gestión, y parecen ignorar los cambios acelerados en el mundo del trabajo y las necesidades organizativas y productivas de las empresas, combinando la garantía de los derechos laborales con la flexibilidad y adaptabilidad que aseguran la competitividad empresarial.
Basta repasar los contenidos y las exigencias de algunas directivas recientes, como la 2019/1152, de 20 de junio de 2019, relativa a unas condiciones laborales transparentes y previsibles en la Unión Europea o la 2023/970, de 10 de mayo de 2023, que refuerza el principio de igualdad de retribución entre hombres y mujeres por un mismo trabajo o un trabajo de igual valor a través de medidas de transparencia retributiva y de mecanismos para su cumplimiento, para saber de qué estoy hablando.
Y esto se agrava por otras vías: el Comité de Derechos Sociales del Consejo de Europa, por ejemplo, ha convertido (sin competencias para ello y sin fundamento alguno) la exigencia de la Carta Social Europea de que la pérdida injustificada del puesto de trabajo deba conllevar una indemnización adecuada u otra reparación apropiada (en línea con lo que prevé el Convenio 158 de la OIT), en la exigencia de una indemnización que compense todos los daños sufridos por el trabajador y que sea disuasoria para el empresario a la hora de afrontar nuevos despidos.
El Brexit, tan equivocado desde tantos puntos de vista, tenía algo de razón en la crítica a estos excesos reguladores de la UE. En mi opinión, deberíamos dejar atrás de una vez los complejos de recién llegados a la Unión y de no ser suficientemente europeístas y enjuiciar con ojos críticos toda la normativa europea, tratando en embridar una pulsión normativa realmente desbocada.
Lamentablemente, parece que nos movemos (y no solo con este Gobierno) en sentido contrario. A la hora de transponer la normativa comunitaria todo nos parece poco y añadimos nuevas exigencias. Sucedió con la normativa de despidos colectivos, en la que mezclamos las dos opciones que ofrecía la norma europea (periodo de referencia de 90 días, pero con los umbrales del periodo de 30), con la carga litigiosa que ha provocado, y ha sucedido con otras muchas normas (los planes de igualdad se exigen a partir de 50 empleados y no de 250) o proyectos de normas (la directiva de paridad en los consejos de administración, que prevé su aplicación a las empresas cotizadas y para el año 2026, se pretende extender a las empresas no cotizadas de más de 250 trabajadores o de 50 millones de cifra de negocios y que resulte de aplicación ya a partir de 2024). Si las empresas europeas sufren así en su competitividad (el presidente de BusinessEurope alertaba recientemente del traslado de producción industrial a EEUU), las empresas españolas tienen una ración añadida. No sé qué lógica tiene eso, aparte de nuestros permanentes complejos. La jungla lo que está pidiendo a gritos es un buen machete que la desbroce.
Federico Durán es catedrático de Derecho del Trabajo. Consejero de Garrigues.
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