El juez ha muerto, ¡viva el mediador!; ¿y el árbitro?, ¿lo hemos dejado morir?
El tiempo dirá si esta reforma consigue su objetivo o si, por el contrario, genera un colapso por falta de claridad en la aplicación práctica de los MASC
![Juez](https://imagenes.elpais.com/resizer/v2/VFKPN2AG75BR7LEWVRSPXDYKJQ.jpg?auth=78d2eacaf9168ae6652eb42992c1c2db65327f9921cdfcc91053fddbdbd735af&width=414)
En París, al amanecer de una gélida mañana del siglo XV, un mensajero irrumpió en el patio de armas del castillo. Su aliento formaba nubes efímeras en el aire mientras subía los escalones de piedra con la prisa de quien lleva una noticia demasiado grande para sus labios. Al llegar ante la multitud expectante, jadeante y con los ojos enrojecidos por la emoción, pronunció las palabras que evitarían el caos: “Le roi est mort, vive le roi!” (¡El Rey ha muerto! ¡Viva el Rey!).
Con esa simple frase, no solo anunciaba el fin de un reinado, sino que garantizaba la continuidad del poder. El orden inmutable que ahuyentaba el vacío y la incertidumbre. Desde entonces, esta expresión se convirtió en un símbolo de estabilidad institucional, una manera de subrayar que el liderazgo nunca se interrumpe y que no existen vacíos de poder.
Así como en la monarquía se aseguraba la continuidad del trono, en el ámbito judicial hemos vivido siempre bajo la certeza de que los jueces rigen los conflictos. Pero con la reciente aprobación de la Ley Orgánica 1/2025, de 2 de enero, de medidas en materia de eficiencia del Servicio Público de Justicia, un nuevo actor entra en escena con fuerza: el mediador.
No ha habido un cambio de poder en la justicia. Los jueces siguen ostentando la actividad jurisdiccional y, en ese sentido, nada ha cambiado. Pero hay un innegable aroma de transformación. La reforma impone una nueva exigencia: antes de presentar una demanda, será obligatorio intentar una solución extrajudicial a través de los Métodos Adecuados de Solución de Controversias (MASC), con la mediación como cabeza de lanza.
Y aquí es donde comienza el laberinto de procesos, procedimientos y actores que amenaza con sumir a abogados y ciudadanos en una maraña de incertidumbre.
La intención del legislador es clara: evitar que los tribunales sean la primera opción. Se busca que las partes hayan hablado, negociado, discutido antes de acudir al juez. Muchos dirán que siempre han propuesto soluciones amistosas antes del pleito, pero lo cierto es que no siempre se hace. Que ahora se nos obligue a dialogar antes de litigar suena casi contraintuitivo: ¿Cómo es posible que se legisle lo que, en teoría, debería ser el primer paso natural en cualquier conflicto?
El tiempo dirá si esta reforma consigue su objetivo o si, por el contrario, genera un colapso por falta de claridad en la aplicación práctica de los MASC. Pero en este maremágnum de los llamados métodos autocompositivos de resolución de conflictos, tengo la sensación de que se ha perdido una oportunidad de oro para consolidar el arbitraje como el verdadero método alternativo de resolución de disputas.
No es que el arbitraje desaparezca con esta reforma. Ni siquiera tendría sentido haberlo incluido como requisito de procedibilidad, pues es un mecanismo que, por su propia naturaleza, opera cuando las partes acuerdan someterse a él, generalmente a través de cláusulas contractuales. Pero lo que sí sorprende es que, en una reforma de tal calado, no se haya apostado más por potenciar su uso en el ámbito doméstico.
El arbitraje puede tener innegables características tales como la rapidez, la confidencialidad, la flexibilidad y especialización, entre otras... A pesar de ello, sigue siendo un gran desconocido para muchos. Su uso es frecuente en el contexto internacional, donde empresas buscan evitar la exposición de sus conflictos en tribunales nacionales cuya imparcialidad puede ser cuestionable. Se trata con el arbitraje de buscar desde el principio el consenso dentro del disenso, con reglas claras y vinculantes, que beneficien a todos los partícipes, sea cual sea su posición, dado que todo está presidido por la voluntariedad.
Y en un país donde la litigiosidad sigue en aumento, no podemos permitirnos seguir ignorándolo. La formación de la ciudadanía es clave, pero también lo es una reforma integral que, sin tintes políticos, aborde de una vez por todas el reto de modernizar la resolución de conflictos en España.
Quizá la verdadera revolución no esté en imponer la mediación ni en desplazar al juez, sino en la evolución de nuestra propia cultura del conflicto. Hace siglos, la continuidad del poder se aseguraba con un grito solemne: “¡El Rey ha muerto, viva el Rey!”, hoy, en una sociedad que avanza, la verdadera estabilidad no reside en proclamas ni en imposiciones, sino en el criterio del ciudadano ilustrado, que sabe, conoce y discierne.
Negociar no debería ser una imposición legal, sino una virtud social. Y en esa evolución, el arbitraje, con su agilidad, su especialización y su eficacia, no puede seguir siendo el gran olvidado, porque la verdadera inteligencia no está en pelear mejor, sino en saber reconocer cuándo no es necesario pelear.