El gran desconocimiento sobre la inflación: de miopías y prejuicios
El temor a este fenómeno económico se nutre de sesgos psicológicos, y lo potencian la desigualdad y la polarización política
La inflación se ha convertido en uno de los fenómenos económicos más temidos y malinterpretados de nuestro tiempo. El hecho de que esta haya estado en valores relativamente bajos durante décadas ha originado que, tras su aparición estelar en los últimos años, la percepción y reacción hayan sido significativas y en muchos casos vehementes. No estábamos acostumbrados a tales crecimientos de precios y, en consecuencia, tampoco nuestra capacidad de entendimiento sobre el fenómeno.
Así, en los últimos meses algunos informes han revelado que la percepción que la sociedad tiene de la evolución de la inflación está desconectada de lo que realmente esta es. Por ejemplo, varios trabajos de Stefanie Stantcheva muestran que, en Estados Unidos, mientras la inflación durante el período estudiado fue del 3,4%, la percepción media de los ciudadanos la situaba en el 7,1%.
Esta brecha no es casualidad ni se distribuye uniformemente. En general, los grupos asociados a la oposición del gobierno de turno (republicanos), las mujeres y los grupos de menores ingresos tendían a percibir una inflación significativamente más alta que el resto de la población.
Esta percepción distorsionada de los cambios económicos es compleja y multifacética, y está marcada por una clara asimetría en cómo procesamos mentalmente las variaciones económicas. Los incrementos de precios en productos y servicios cotidianos, como el café o la gasolina, se registran de forma inmediata, mientras que los aumentos en los ingresos nominales, y compensan la subida de tales precios, suelen pasar desapercibidos, lo que lleva a una percepción limitada de la mejora en el poder adquisitivo. Este fenómeno, conocido como “miopía selectiva”, se ve agravado por un sesgo psicológico: los trabajadores tienden a interpretar los aumentos salariales en un contexto inflacionario como resultado de su esfuerzo o desarrollo profesional, sin considerar que, en muchos casos, simplemente son concedidos para compensar la pérdida de poder adquisitivo.
Así, según la misma autora, solo el 9% de las personas asocia los incrementos salariales a la inflación, mientras que el 20% los relaciona con su rendimiento laboral. Este efecto es aún más marcado entre quienes tienen ingresos altos o cambian de empleo. Se perpetúa de este modo un círculo vicioso en nuestra percepción: los aumentos de precios permanecen claros en nuestra memoria, mientras que los incrementos salariales se normalizan y se atribuyen a otros factores.
Sin embargo, es evidente que no todo es miopía. Existe una cierta “desigualdad inflacionaria” que contribuye a que se forjen percepciones divergentes en cuanto al nivel de la inflación. Los hogares de bajos ingresos, que destinan una mayor proporción de su presupuesto a alimentos, gasolina y alquiler, suelen enfrentarse a aumentos de precios más pronunciados que la media. Esta experiencia diferencial de la inflación, según el nivel socioeconómico, ayuda a explicar por qué ciertos grupos perciben la inflación como más severa.
La respuesta a esta percepción distorsionada es, del mismo modo, reveladora. En lugar de acelerar sus compras ante la expectativa de precios más altos (como predecirían algunos modelos económicos), la mayoría opta por reducir el consumo y posponer adquisiciones. Esta respuesta defensiva puede crear un círculo vicioso que afecta la actividad económica general.
Y no podemos dejar de lado los prejuicios a la hora de interpretar los datos macroeconómicos, y en concreto la inflación. La polarización política amplifica estas distorsiones de la realidad. Por ejemplo, para Estados Unidos, los republicanos han tendido a culpar al gobierno y específicamente a la administración Biden, mientras que los demócratas han apuntado hacia la codicia corporativa. Algo parecido ha sucedido aquí cuando la inflación ha sido causada por factores ajenos y si algo ha logrado la actuación del gobierno, mediante el uso de medidas más o menos defendibles, ha sido apaciguarla parcialmente. Sin duda, esta división partidista no solo complica la búsqueda de soluciones efectivas, sino que también influye en cómo diferentes grupos procesan e interpretan la información sobre la inflación.
Más allá de la percepción de su valor y sus causas, lo que resulta más difícil lograr es tratar de explicar que la inflación puede ofrecer determinados beneficios potenciales. La posible relación positiva con una menor tasa de desempleo o una mayor actividad económica no forma parte de la narrativa popular. Hace falta pedagogía e interés por entender. Esto es cierto, y más aún cuando una inflación moderada ayuda al manejo de una política, como es la monetaria, que necesita espacios para el manejo de sus instrumentos como son los tipos de intervención y, sin embargo, se va instalando la idea generalizada de lo contrario.
Esta visión unidimensional puede llevar a apoyar políticas anti-inflacionarias que ignoren importantes compensaciones económicas o que simplemente acaben en subóptimos, donde los costes de dicho control puedan llegar a ser muy superiores a sus potenciales beneficios. Incluso cualquier incremento de precios se asocia a algo negativo cuando, en términos macroeconómicos y de crecimiento a medio plazo, una inflación moderada de entre el 2 o 3% se corresponde con la coherente para sostener un crecimiento equilibrado. Los mensajes desde determinados grupos que nos indican que los precios siguen creciendo y que esto no es positivo a pesar de que lo hagan a ritmos muy inferiores delatan esta incorrecta percepción del fenómeno y de sus potenciales beneficios y costes; cuando no su alejamiento de los conocimientos más básicos sobre la cuestión.
Las implicaciones de esta miopía para la política pública son significativas. Primero, es crucial mejorar la comunicación sobre la inflación, ayudando a las personas a reconocer tanto los aumentos de precios como los ajustes en sus ingresos nominales. Segundo, las mediciones oficiales de inflación deberían reflejar mejor la experiencia diferencial de distintos grupos socioeconómicos. Por ejemplo, el estudio de Stantcheva señala que los costes de financiación (hipotecas, préstamos personales) no se incluyen en el índice de precios al consumidor, aunque son gastos significativos para muchas familias.
La lucha contra la inflación debe comenzar por comprender mejor cómo la percibimos y por qué existe tal brecha entre la realidad estadística y la experiencia vivida. Solo entendiendo los mecanismos psicológicos y sociales que distorsionan nuestra percepción podremos desarrollar políticas efectivas que aborden tanto la inflación real como la percibida.