La inflación subyacente no es lo que parece
El IPC subyacente que calcula el INE incluye alimentos elaborados, de alta volatilidad, que no responden al cambio de factores permanentes
El actual episodio de inflación nos ha cogido con el pie cambiado. Si este fenómeno macroeconómico ha sido recientemente un problema, fue por razones absolutamente diferentes a las actuales. Si por algo han luchado los bancos centrales durante esta última década fue para evitar la deflación y no un aumento descontrolado de precios.
Los ochenta quedan ya muy lejos. Una de las consecuencias de vivir alejados del problema durante tanto tiempo es que, cuando este ha vuelto a aparecer, buena parte de los análisis recientes aplicados están profundamente desactualizados. Tanto la comprensión de la naturaleza de la inflación como de las propias definiciones de esta han sido el talón de Aquiles de no pocas propuestas, que han fallado, a veces, en lo más trivial.
Pero tampoco ayuda, a veces, la confusión a la que llevan las definiciones que dan a los indicadores de precios y con ello de la inflación quienes se encargan de publicar los datos. Es el caso de lo que llamamos la inflación subyacente, indicador de la evolución de aquellos precios que son la principal referencia para los bancos centrales en su diseño de la política monetaria.
Sin ir más lejos y para España, el Instituto Nacional de Estadística (INE) publica dos definiciones diferentes de la misma. Por un lado, la que incorpora a su propio cálculo a partir de los datos del IPC general. En segundo lugar, la subyacente armonizada y que se diferencia de la anterior en dos cosas.
La primera, que es la que se manda a Eurostat para ayudar a construir un “IPC europeo” que sirva de comparación con la inflación de otros países, así como para que el Banco Central Europeo (BCE) posea ese indicador tan necesario. La segunda, por los productos que sí se incorporan en la primera, pero no lo hacen en la segunda.
La inflación subyacente es aquella que toma en cuenta a aquellos precios que no están sometidos a una importante volatilidad y que es, en buena parte, ajena a la acción de quienes determinan los precios. Por ejemplo, productos fuertemente sometidos a los vaivenes de la meteorología, ya que sus precios evolucionan en función de las heladas, lluvias u olas de calor. También aquellos precios cuya evolución está sometida a factores geopolíticos o simplemente a factores no controlables por los productores, como es el caso de los precios energéticos.
Del mismo modo que dichos precios suben intensamente en pocas semanas, se derrumban en muy pocos meses, por lo que no pueden considerarse indicadores de aquello que nos interesa medir, es decir, la inflación que está en el centro de la economía (“core”, en inglés), y que responde a las decisiones a medio plazo de productores, consumidores o factores productivos. De ahí la importancia de eliminar esos precios volátiles, pues dificultan una buena interpretación del momento económico, de la evolución de los precios.
El problema es que la “definición INE” de la subyacente incorpora precios que sí tienen una fuerte volatilidad. En particular, alimentos elaborados, como es el caso del aceite o la leche y que justamente en este final de año han estado sometidos a fuertes vaivenes no achacables a las tendencias macroeconómicas de medio y largo plazo.
Por ejemplo, el aceite tiene lo que en el campo (y en la RAE) llaman vecería, y que determina que sus precios puedan evolucionar con dientes de sierra en varios años, algo que no debería considerarse como indicador de nada más allá que de la propia naturaleza del olivo o de si ha llovido o no. Este año ha tocado subida, y de récord por el calor del pasado mes de mayo y por la falta de agua.
Esto es relevante si desgranamos la repercusión de los diferentes grupos de precios sobre el IPC general y la subyacente. Así, la subyacente creció en diciembre, según datos del INE del viernes pasado, 0,9 puntos porcentuales en tasa intermensual. De estos 0,9 puntos, 0,5 fue debido a rúbricas incluidas en alimentos y bebidas, productos no incorporados en la subyacente armonizada. Pero, además, de las restantes cuatro décimas, prácticamente tres responden por la evolución de los precios de la restauración y del turismo, seguramente muy influidos por un consumo, de residentes y no residentes, en la primera navidad “normal” desde que se iniciara el COVID.
Esto es importante para poner en el foco en qué ha pasado y está pasando con los precios en este final de 2022 e inicio de 2023. Partimos de un dato muy preocupante de subyacente de diciembre (interanual del 6,3 al 7,0 %), pero que tendría lo que llamaríamos justificaciones que mitigarían tal preocupación.
No parece que este repunte responda tanto a la evolución de los factores permanentes de la economía y que es lo que hay que evitar con todas las fuerzas posibles, sino a una serie de catastróficas desdichas, así como eventualidades que serían temporales. Por un lado, la mitad de la subida se achaca a la meteorología o porque el sector lechero ha sufrido sus propias dinámicas. Por otro lado, el consumo ha presionado a los precios de la restauración y de la hostelería en un fin de año atípico comparado con los dos anteriores.
Explicar y justificar no implica, no obstante, despreocuparse. Habrá que estar atentos, a pesar de que el aumento de la subyacente de diciembre parece responder a factores muy particulares más que de una tendencia generalizada de los precios de la economía. En todo caso, como siempre alerto, esto no implica que la situación no sea susceptible de empeorar. Veremos.