Engaño y mala práxis en productos derivados: el problema continúa
En los últimos años algunas entidades han colocado productos complejos a empresas industriales para hacer frente a las variaciones del tipo de cambio
Los derivados son casi tan antiguos como el propio comercio. En el siglo XVII ya se utilizaban en Japón para fijar los precios de las futuras cosechas de arroz, para eliminar el riesgo asociado a la incertidumbre sobre lo venidero. En fecha mucho más reciente, en nuestro país, el uso de derivados financieros se generalizó en el mercado hipotecario minorista. La banca en España, de forma generalizada, colocaba derivados implícitos a los particulares que adquirían una hipoteca, pero estos no lo sabían. Esta práctica ha recibido el reproche de la justicia (hasta europea) y ha provocado la nulidad de miles de estos productos financieros, concebidos para operaciones entre bancos, o al menos, entre expertos.
El descubrimiento y reproche de este proceder bancario fue, en gran medida, posible gracias a la normativa europea reguladora de los servicios de inversión (la directiva MiFID), que reiteró las obligaciones de información activa del banco. Si estas obligaciones no se cumplían, se presumía que el cliente había sufrido un error invalidante sobre la naturaleza del producto.
Esta misma normativa permitió descubrir una práctica más sofisticada, igualmente tóxica e ilegal, que alcanzó difusión al calor de las financiaciones de proyecto (project finance) para el desarrollo de las energías renovables en España (). Los bancos impusieron la contratación de derivados de cobertura del tipo de interés que sólo cubrían frente a variaciones del euríbor que el banco sabía ex ante que no se alcanzarían. Es decir, que no cubrían frente a nada. Además, los bancos denominaban a estos productos derivados como coste cero o gratuitos, cuando tampoco era cierto. El cliente no pagaba al contratar el derivado (eso sí era verdad), pero incorporaba a su balance un producto con un valor negativo, en muchas ocasiones, millonario. Los bancos hacían suyo este margen o prima ocultada. Además, para no ser descubiertos, los bancos pactaban el importe de esta prima oculta, de forma que, a los ojos del cliente, resultaba indetectable. Esto, que podría parecer el argumento de una película de John Le Carre, quedó documentado en la Resolución de la Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia 0579/16 de 13 de febrero.
Nos encontramos ante la tercera entrega de esta saga: el ámbito de las compañías industriales que importan productos o materiales, y que precisan seguros frente a las oscilaciones del tipo de cambio. Muchas empresas precisan adquirir producto, normalmente en dólares, con varios meses de antelación, sin saber cuál será el tipo de cambio cuando se produzca el pago. Lo normal ha sido contratar seguros de tipo de cambio. Sin embargo, en los últimos años, algunos bancos –principalmente, internacionales–, colocaron a compañías industriales (con un conocimiento profundo de sus sectores, como el automóvil, la alimentación, los juguetes, etc., pero ninguno de los complejos mercados de derivados OTC) productos de la máxima complejidad (PIVOT, TRF, TARF, etc.) bajo la excusa de que eran más baratos, o que ofrecían mejores rendimientos.
Al tratarse de compañías industriales, sus cifras de balance permitían a los bancos otorgarles la condición de cliente profesional, que luego utilizaban como una patente de corso. Escudándose en esa categorización de profesional, los bancos eludían informar adecuadamente sobre los riesgos de pérdida del producto (pérdida normalmente infinita y ganancia con un límite muy bajo), a un cliente que contrataba sin saber lo que hacía, guiado por su banco. Debe quedar muy claro: un cliente industrial no es profesional del mercado financiero por el mero hecho de tener experiencia, o incluso éxito, en la compra o producción de una determinada materia prima. Dado que la normativa bancaria posterior a MiFID (EMIR, MiFID II) era clara al imponer límites, estos bancos ni siquiera podrían haber ofertado unos derivados que no eran de cobertura y, por tanto, resultaban ineficaces para el objeto con el que se contrataban. Esta nueva burla a la normativa imperativa que regula la contratación de productos financieros ha recibido una notoria cobertura por los medios de comunicación internacionales y aún dista mucho de haber quedado completamente resuelta.
Durante la pandemia la banca cumplió una gran función social, trabajando para canalizar a la economía real la liquidez que brotaba de las políticas monetarias. Sin embargo, frente a estas prácticas nocivas, la tarea continúa pendiente.
La justicia ha contribuido a mitigar parcialmente los efectos de estos abusos ya visibilizar el problema. Ante un nuevo ciclo de litigios frente a los bancos, habríamos de pensar cuántos recursos se destinarán a esta guerra y si, acaso, no sería mejor que las entidades financieras cortaran estas prácticas de raíz, visto como siempre –antes o después– terminan viendo la luz.
Manuel Giménez Rasero / Alfonso Ramos de Molins son Abogados