Polémica presupuestaria anunciada
Las cuentas de 2023 prolongan un debate impositivo que poco aporta. El año que viene seguro que habrá que hablar de cómo moderar el gasto; hoy nadie parece querer verlo
Decía Gabriel García Márquez en Crónica de una muerte anunciada que “la fatalidad nos hace invisibles”. Se antoja una realidad cabezona para España en un momento en el que el debate debería ser cómo repartir el coste de la inflación y lo que se está repartiendo es leña, con poca incidencia económica o, cuando menos, con la vista en el lugar equivocado. El foco desde el que mirar la realidad económica actual tiene que empezar por ser más ancho. Ampliando el zoom es fácil observar que el principal problema es que los precios suben, que los bancos centrales se han vuelto notablemente restrictivos y que la política fiscal es demasiado abrupta y generalista, tanto en España como en otros países. Falta esa destreza del cirujano del gasto que permita poner la ayuda fiscal en todos los sitios donde se necesita. Por eso, los debates fútiles condenan a la invisibilidad económica.
La discusión no es cómo repartir el coste de la inflación. En estos días se ha preferido hablar de impuestos arriba y abajo, sobre todo centrando la atención en algunas figuras impositivas con cierto interés ideológico, pero escasa incidencia económica, que es lo que echamos de menos. La de los presupuestos tampoco es una temática que haya permitido reenfocar las prioridades. En primer lugar, porque, como insistimos los economistas cada año, las cuentas del Estado no son una receta de cocina de vanguardia, abierta a la innovación. Están comprometidos en un porcentaje muy elevado debido a su estructura cuasi-inercial y a estabilizadores automáticos que determinan buena parte del gasto cuando el ciclo económico no es todo lo bueno que se desea. Echo en falta más contundencia para apoyar la actividad económica y la productividad a medio plazo y mayores partidas para las generaciones más jóvenes. Por otro lado, no está claro que estos Presupuestos presenten novedades muy importantes respecto a los del pasado ejercicio. Vuelven a depender mucho de la entrada de fondos europeos comprometida desde Bruselas. Esto nos lleva a una segunda reflexión: casi siempre se mira la estructura de los presupuestos futuros, prestando poca atención al gasto ejecutado en los presentes, una información que llega con cuentagotas. En esta ocasión hay que añadir que esta edición de las cuentas públicas propuestas llega de cara a citas electorales y, como suele suceder, se mirará más al gasto que al ingreso.
Bruselas sigue permitiendo abrir la manguera para la expansión fiscal hasta 2023 y esto parecía tener sentido en un entorno pospandémico en el que era necesario reimpulsar la economía para retornarla a los niveles previos al coronavirus. Sin embargo, la política fiscal debería coadyuvar a un objetivo distinto, enfriarla o, al menos no calentarla en lo posible (“sin pasarse de frenada”) para que la inflación se haga tolerable antes de poder volver a crecer de manera sostenible. Las restricciones monetarias de los bancos centrales para enfriar la economía, sin embargo, se ven contrarrestadas por las expansiones fiscales cuando estas no se centran en reducir el impacto de la inflación en los colectivos más afectados, sino en anestesiar de forma generalizada el mayor grado de austeridad y sacrificio que impone una subida de precios tan intensa.
Todo presupuesto público -y, sobre todo, su ejecución- tiene importantes repercusiones en la credibilidad a medio plazo de la economía. Lo que ha sucedido en Reino Unido, con un plan fiscal matemáticamente imposible que fue como un chorro de limón en la boca de los mercados, es bastante sintomático de hacia dónde nos dirigimos: los inversores no van a tolerar mucho tiempo la indisciplina fiscal ni el aumento indiscriminado de la deuda pública. Poco a poco se desvanece esa aventurada idea de que todo endeudamiento es reversible.
La elaboración de las cuentas públicas depende de un cuadro macroeconómico de previsiones. Pues bien, las proyecciones de crecimiento del Gobierno son bastante más optimistas que las que muestran la mayor parte de institutos de previsión. Suele suceder así por muchas razones, pero también por prudencia, porque el Ejecutivo no puede andar actualizando sus estimaciones cada mes. El problema es que a cada instante hay nuevas fuentes de incertidumbre, lo que nos lleva a pensar que mucho del gasto (y tal vez de los ingresos) de los próximos meses va a depender mucho de las circunstancias. Vivimos un momento de política contingente. Sucede así con la monetaria. En cada reunión de los banqueros centrales se insiste en eso de “iremos decidiendo según la información de cada momento”. En la perspectiva fiscal, aún más, porque hay normas y actuaciones que deben activarse cuando se producen situaciones excepcionales (desde una dura sequía hasta un aumento mayor del previsto del desempleo).
Finalmente, de lo que dependen estos presupuestos es de que la inflación se acabe moderando en 2023. Los datos de septiembre parecían indicar que el pico de la ronda inflacionaria actual se había alcanzado y comenzaba el descenso, pero un solo mes de caída no es suficiente para sentir que esa senda de moderación en los precios es firme. El invierno, además, está lleno de sombras con las dudas sobre la provisión energética y una geopolítica que no da respiro, que puede dar lugar a nuevas rondas de inflación. Los presupuestos del Estado para 2023 han prolongado un debate impositivo que poco aporta. El año que viene por estas fechas seguro que habrá que hablar de cómo moderar el gasto. Hoy nadie parece querer verlo.
Santiago Carbó Valverde es Catedrático de Economía de la Universidad de Granada y Director de Estudios Financieros de Funcas