Frente al conflicto hereditario, el arbitraje testamentario
Una reforma de la Ley de Arbitraje que suprimiera la limitación de este instrumento a los herederos no forzosos resolvería muchos conflictos
Hay un hecho cierto: moriremos todos y daremos lugar a una herencia, salvo que los transhumanistas acaben por tener razón y desaparezca la sucesión mortis causa. Y hay otro hecho, si no universal, al menos frecuente: las herencias –y las comunidades de propietarios– sacan a la superficie lo peor del ser humano. Al desaparecer los progenitores, es fácil que surjan contiendas, viejas querellas u olvidadas ofensas entre los hermanos que se encontraban larvadas y que no emergían porque la autoridad de los padres impedía o atenuaba los efectos de esas disidencias, cada una particular y diferente, pues, tal y como dice Tolstoi en la frase inicial de Anna Karénina, “todas las familias felices se asemejan; cada familia infeliz es infeliz a su modo.”
Y lo grave es que, en el ámbito familiar, el conflicto hereditario pone en tensión dos esferas importantes del ser humano: la económica y la personal o afectiva. Con que uno solo de los herederos no quiera firmar ante el notario la partición de la herencia –por motivos justos o arbitrarios– la división de los bienes quedará paralizada. Ciertamente el Derecho considera antieconómicas las situaciones de comunidad y concede acción para pedir al juez que se dividan los bienes, pero ello significará esperar a que recaiga la decisión y se resuelvan, en su caso, los recursos: ¿cinco, siete, diez años? Mientras tanto no podrá disponer cada heredero de bienes concretos ni, por ejemplo, sacar el dinero de las cuentas del difunto.
Pero es que, además, en el ámbito familiar, estos conflictos afectan a la vida personal. La familia está formada por relaciones de sangre ineludibles, emociones atávicas y vínculos que es importante para el desarrollo personal mantener sólidos. Y una contienda judicial prolongada en el tiempo no hará otra cosa que agravar las heridas.
¿Qué hacer para evitar estas situaciones? Aparte de algunos remedios bien conocidos como hacer testamento expresando claramente nuestra voluntad, incluir en él un albacea-contador partidor y realizar en vida con los hijos una actividad propedéutica sobre el Derecho sucesorio y, sobre todo, sobre la actitud sucesoria más conveniente, hay alguna posibilidad interesante, como el arbitraje testamentario.
El arbitraje es un medio de resolución alternativa de conflictos que la ley considera equivalente a la jurisdicción muy utilizado en la práctica mercantil, porque es rápido – los árbitros han de decidir en seis meses de acuerdo con lo dispuesto en la ley– y no suele haber recurso, salvo el de anulación en casos muy contados.
Esto significa, en la práctica, que el conflicto se resolverá en breve plazo y así se podrá evitar el deterioro o pérdida del valor de los bienes y quizá que se enquisten o se hagan irresolubles problemas que tenemos con personas con las que nos unen vínculos desde la infancia a los que no podemos renunciar.
¿Y por qué no se usa en el mundo de los conflictos sucesorios? Por dos razones. En primer lugar, porque el arbitraje testamentario tiene una particularidad formal: debe ser dispuesto por el testador en su testamento imponiéndoselo a los herederos y no, como en otros supuestos civiles o mercantiles, mediante un convenio arbitral de las partes en conflicto (si lo hubiera entre los herederos sería un arbitraje común, no testamentario). Esto ha sido visto con suspicacia desde antiguo, porque supone privar de la tutela judicial efectiva por la sola voluntad del testador.
En segundo lugar, porque si, además, están implicados en la herencia herederos forzosos, topamos con la legítima. La fuerza que tienen las legítimas en Derecho común –no tanto en los forales–, consideradas intangibles cualitativa y cuantitativamente, hace ver sospechoso que un amigo del testador, por ejemplo, pueda dirimir cuestiones que afectan a derechos sucesorios especialmente protegidos por la ley. Y, por ello, el artículo 10 de la Ley de Arbitraje limita el testamentario a los herederos no forzosos y legatarios, excluyendo así del arbitraje a la gran mayoría de los pleitos sucesorios, dado que la regla general es la existencia de parientes legitimarios y la excepción que no los haya.
Por supuesto, existen fórmulas lícitas que permiten ordenar, a modo de la clásica cautela socini, que los legitimarios se sujeten al arbitraje disponiendo que si no lo aceptan queden reducidos a la legítima estricta. Es la misma que se usa para otorgar al cónyuge el usufructo universal desde antiguo. Pero, en mi opinión, esto no es suficiente. El temor a que un árbitro nombrado por el testador pueda suponer una lesión de los derechos legitimarios se revela en estos tiempos excesivo si se tiene en cuenta que ya hay otras instituciones que de alguna manera pueden afectar a la intangibilidad de la legítima, como el nombramiento de contador partidor; o que la legislación ha ido atenuando la fuerza de esa intangibilidad con diversas reformas (pago en metálico, normas de conservación de la empresa, protección de la discapacidad) y que la jurisprudencia ha ampliado los supuestos de desheredación a los casos de maltrato psicológico.
Una reforma del artículo 10 de la Ley de arbitraje que suprimiera la limitación de este arbitraje a los herederos no forzosos permitiría desencallar muchos problemas familiares, descargar a la Justicia de trabajo y, de alguna manera, democratizar el arbitraje, hoy circunscrito a élites jurídicas y económicas. Una precaución: para evitar elecciones parciales debería tratarse un arbitraje institucional, no encomendado a un árbitro individual.
Ignacio Gomá Lanzón es Notario de Madrid