Revisando los paradigmas económicos
Comienzan a configurarse nuevos consensos públicos más esperanzadores para quienes apuestan por la cohesión social y territorial, y el medio ambiente
En el entorno global prepandemia, los problemas de crecimiento e insuficiencia de inversión, en un marco de reducidas inflaciones y menores tipos de interés, habían reactualizado las recomendaciones keynesianas para impulsar planes de estímulo desde el sector público. Ese diagnóstico, al que puso nombre Larry Summer como estancamiento secular, había preparado el debate global de las ideas para lo que habría de venir finalmente tras el impacto del coronovirus. A su vez, las discusiones sobre el Estado emprendedor del trabajo de Mariana Mazzucato, las reflexiones sobre la evolución de los sistemas fiscales de Thomas Piketty o, previamente, la conceptualización del trilema de Dani Rodrick y los efectos distribucionales de la globalización, entre otros, venían alimentado una nueva producción académica que disputaba el paradigma neoliberal de las ultimas décadas. Sin embargo, habría de ser la crisis de la pandemia y las urgencias posteriores lo que acabaría de encauzar una nueva aproximación al debate de política económica, iniciando una reconfiguración tanto del corpus doctrinal como de la praxis política que parece estar dando relevo al pensamiento dominante previo.
Ese paradigma, que ahora se encuentra en discusión, apostaba ciegamente por la competencia fiscal a la baja entre los Estados para atraer actividad a sus jurisdicciones, trasladando la imposición desde las bases más móviles, especialmente beneficios empresariales y en parte rendimientos de capital, hacia los hechos imponibles con menor capacidad de elusión. Esto elevaba la relevancia de la imposición indirecta respecto de la directa, atendiendo también a las discusiones sobre los excesos de gravamen. Pero, además, desde el lado del gasto, los debates sobre los riesgos morales en los receptores de las ayudas públicas, junto a los problemas de suficiencia financiera, venían matizando el carácter universal de los seguros públicos.
Como consecuencia de todo ello, no solo la pobreza, sino también la desigualdad, se ha agudizado en las economías occidentales con efectos nocivos permanentes sobre el crecimiento inclusivo, pero también sobre la estabilidad de nuestras democracias. En todo caso, este paradigma se encuentra claramente en cuestión, y parece que comienzan a configurarse nuevos consensos públicos más esperanzadores para los que apostamos por la cohesión social y territorial, en pacífica convivencia con el medio ambiente.
Esa reorientación de la conversación global sobre la política económica se ha sustanciado, en primer lugar, en los paquetes de estímulo fiscal, que han acompañado a las relajaciones adicionales de la política monetaria. Tal vía se exploró también en la crisis financiera de 2007-10, pero la asunción de la responsabilidad presupuestaria para financiar aquel impulso fiscal en manos exclusivas de los Estados en la Unión Europea, especialmente en la zona euro, acabó precipitando una crisis adicional de deuda pública, que dio paso a las políticas de ajuste en ausencia de un instrumento expansivo comunitario.
Sin embargo, en esta ocasión, la aproximación ha sido bien distinta, concentrando una parte sustancial del esfuerzo fiscal en la propia Unión con la emisión de deuda comunitaria a través del Next Generation EU. En este sentido, España ha presentado ya su plan nacional de recuperación y resiliencia, al que ha dado su visto bueno la Comisión y ratificará en las próximas semanas el Consejo de la UE. De este modo, antes del verano podría llegar a España una primera parte del 13% de prefinanciación, que el Parlamento logró elevar en el reglamento. Con todo, los Estados han acumulado un elevado volumen de deuda que hay que monitorear para evitar una réplica de los problemas sufridos a partir de 2010. Por su parte, el debate en Estados Unidos se ha centrado en consideraciones sobre el tamaño necesario de los programas de estímulo y sus potenciales efectos sobre la inflación y los tipos de interés, pero nadie ha reclamado adelantar un proceso de consolidación fiscal.
De manera complementaria, recientemente hemos conocido el acuerdo histórico sobre la tributación internacional en el seno del G7, que deberá tener continuidad en las negociaciones del G20 y la OCDE, y conducir a nuevas propuestas legislativas por parte de la Comisión Europa. Sin duda, la emisión de deuda de estos últimos meses ha ayudado a alinear los intereses de muchos Estados para fijar una tasa mínima en sociedades que, junto a la introducción de un mecanismo de control para hacer tributar a las grandes corporaciones en las jurisdicciones donde obtienen sus beneficios, adelanta un escenario bien distinto a la competición tributaria a la baja. Ese acuerdo impositivo tiene por delante retos relevantes en su implementación e invita también a revisitar otros impuestos como los rendimientos de capital, que se ya se han elevado en Estados Unidos, o los impuestos sobre sucesiones y donaciones o patrimonio. En todo caso, ese acuerdo diluye la probabilidad de fijar un impuesto especial a las compañías digitales, que se integrarían plenamente en el marco tributario de sociedades general. En ese caso, será necesario revisar el acuerdo entre Comisión, Parlamento y Consejo de la UE para la fijación de un impuesto digital que colaborase en la amortización de la deuda comunitaria y, en su caso, acordar otra base imponible para tal objetivo. El establecimiento de una tasa comunitaria sobre el impuesto de sociedades de las grandes corporaciones podría abrirse camino. Aún queda, pues, camino que recorrer, pero la conversación global toma de nuevo derroteros más esperanzadores para los progresistas.
La triple crisis económica, sanitaria y social del último año ha evidenciado la importancia de la fortaleza de los servicios públicos y el estado de bienestar. Europa debe aprovechar este contexto para seguir adelante en el proceso de revisión del paradigma que ha iniciado, situando la cohesión social en el centro de sus políticas. Es este y no otro el principal elemento diferenciador de nuestra sociedad, y solo reforzándolo podrá seguir avanzando el proyecto europeo.
Jonás Fernández es Diputado al Parlamento Europeo y portavoz del grupo socialista en el Comité de Asuntos Económicos y Monetarios
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