Una desescalada equilibrada y creíble del gasto público para sobrevivir
El Gobierno tiene que ofrecer un plan que reconduzca la escapada de déficit y deuda, y en el que sacrificio y austeridad estén bien repartidos
Preguntada Nadia Calviño por si creía que España puede financiar en soledad los más de 100.000 millones de euros de incremento neto de la deuda pública que tendrá que emitir este año para atender las necesidades de gasto, exhibió lo que ella considera el gran apetito por los títulos españoles mostrado por el mercado en las últimas semanas, con una demanda de cerca de 100.000 millones para adjudicar únicamente 15.000 en la última operación sindicada, y colocada a los precios acostumbradamente bajos de los últimos años. Aseguró que este es el camino a seguir, aprovechando todas las oportunidades que ofrezca el mercado, y sin descartar otros plazos u otras fórmulas de captación de recursos, en lo que constitye un formato de rescate blando, que no es otro que echar en la espalda del futuro el sobrecoste de hoy, compartido por el grado de empatía que los mercados tengan con España.
Es una fórmula que puede funcionar si va acompañada en el medio plazo de una desescalada del gasto público, de sacrificio y austeridad otra vez, de planes estrictos de la política económica y fiscal que devuelvan el crecimiento y recompongan las finanzas públicas para no levantar ni la más mínima sospecha en los financiadores de que no se honrarán puntualmente los repagos. Pero también la más contraindicada si se ofrecen señales negligentes sobre el rigor fiscal como las que España ha ofrecido a lo largo de su historia, por más que se invoque cual mantra subyacente el compromiso con tal rigor. En esta cuestión valen de poco las palabras y de mucho los hechos.
El rescate más blando de todos es la apuesta más decidida de cuantas ha hecho el presidente Sánchez desde que estalló la epidemia y se vió como inevitable una desconocida devastación de la economía. Consiste en una operación de salvamento colectivo de Europa para todos los socios, sea con un gran despliegue presupuestario de la Unión, bien con la emisión mancomunada de deuda, pero eludiendo siempre cualquier tipo de compromiso a cambio, como si estuviéramos en una Unión Europea que de momento no existe y que solo mentarla levanta ampollas en muchos socios el norte y centro del continente.
Mientras tanto, al rescate solo ha salido el Banco Central Europeo con esa frase escudo de Chistine Lagarde con la que aseguró a finales de marzo que “no hay límites en el compromiso del BCE con el euro”, como salió en su día Mario Draghi, en 2012, diciendo en el nido financiero de los detractores del euro, en la City londinense: “Haré cuanto sea necesario para preservar el futuro del euro, y créanme que será suficiente”. Un comentario que tenía un subyacente poderoso en los hechos, en las masivas compras de deuda pública de los emisores más débiles, además del riego sin medida de liquidez a la banca para irradiar una política monetaria y crediticia estrangulada por la desconfianza.
Curiosamente, la advertencia de Draghi en 2012 se produce solo unas jornadas después de que el Gobierno español anunciase una fortísima subida del IVA y un notable recorte de los gastos de desempleo, la señal que esperaban los mercados que estaban asediando con saña la deuda española, cuya prima de riesgo en el mercado secundario habían llevado hasta los 700 puntos básicos. Esa era la condicionalidad que los financiadores y la autoridad monetaria habían puesto, sin decirlo, al Gobierno español para ejercer el rescate en la sombra, que cumplimentaba al rescate explícito del sistema financiero pedido por España solo unos meses antes para evitar la quiebra de las cajas de ahorros.
Este tipo de salvamento será seguramente el que se ponga en marcha otra vez en España, puesto que el volumen de deuda nueva neta que tendrá que emitir y de vieja, que refinanciar, será de tal calibre que volveremos a aquel punto de partida. Aunque haya un programa europeo de reconstrucción, y recursos del MEDE condicionados, habrá necesidad de completar la cobertura desplegada por el Banco Central con exigencias de autorrescate como las de 2012 o parecidas, por mucho que se resista el Gobierno a ponerlas en marcha.
Las decisiones tomadas hasta ahora en materia presupuestaria únicamente consisten en más gasto, que serán acompañadas necesariamente con muchos menos ingresos, porque lógicamente una contracción del PIB el 10% como la que espera el Gobierno genera una pérdida de recursos tributarios muy importante, mucho más importante de la estimada en el esbozo del desempeño de las cuentas públicas presentado el Primero de Mayo. Los ingresos previstos caerán en 25.700 millones, y los gastos estimados hasta ahora subirán en 54.765. Una cifra y la otra serán desbordadas por la realidad, porque nadie se cree que los ingresos por IRPF caerán un 2,4% si el empleo lo hace en un 9%, como ningún ingenuo acepta que los recursos por IVA caigan solo un 5,2% si el consumo pierde un 8,8%. Y porque, además, de entre las pocas pistas de las intenciones fiscales del Ejecutivo para 2021 se cuela la intención de seguir con esta política de protección de rentas de los desempleados ocasionales o permanentes, así como de las empresas envueltas en la crisis, como si estos mecanismos se pudieran mantener de por vida.
En esta fórmula de rescate en la sombra tienen capital importancia las dosis de autorrescate, y son incompatibles con mantener de forma estructural muchas de las iniciativas de gasto público puestas en marcha. Bien está proteger rentas de millones de trabajadores que tienen su empleo en un limbo temporal, como exhimir a las empresas de pequeño y mediano tamaño de abonar cotizciones, o como procurar líneas de liquidez aunque sea con avales públicos a créditos privados; pero no eternamente. Cuando la economía vuelva en sí, cada palo debe aguantar su vela, y el Gobierno solo debe procurar el mejor de los escenarios de estímulos para que se compita, se genere riqueza y se cree empleo.
Las iniciativas del “no dejar a nadie atrás” pueden ser muy atractivas políticamente, pero pueden devenir en inconvenientes e infinanciables si se quiere que los pasivos sean costeados a unos bajísimos tipos como los que tienen ahora. La política eclesial (de Iglesias) de expandir los subsidios, de la que no reniega el PSOE, pretende generar un endemoniado vínculo de dependencia de los administrados con el estado que, además de ser financieramente insostenible, puede, y debe, ser interpretado como una compra de voluntades más propia de otros continentes.
Lo que nos espera es una inexcusable subida de los impuestos, de todos los impuestos, para atender la avalancha de endeudamiento, y atender necesidades sobrevenidas, como el refuerzo de la sanidad o el envejecimiento demográfico y el exponencial avance de la factura de las pensiones. Pero una solución equilibrada precisa de no menos esfuerzos en los gastos, porque en caso contrario no tendrá la credibilidad que precisa. La tarjeta entregada por la ministra de Hacienda en sus dos años al frente de la caja es desoladora para este empeño: ha sido incapaz de reducir una sola centésima el déficit pese a que la economía crecía a una velocidad acetable, modesta pero aceptable. Seguramente su autoridad era inexistente y estaba sometida a las veleidades expansivas del gasto social de su jefe, que este año, en parte por circunstancias sobrevenidas y en parte por una convicción negligente, lleva el gasto público al 51,5% del PIB, nivel nunca visto antes.
En este necesario equilibrio entre los recursos y los empleos, por hablar en términos hacendísticos, la función pública, y que nadie descarte a los pensionstas de hoy y de mañana, también tiene que arrimar el hombro. “La ciudadanía no entendería”, según el manoseado tic de la portavoz del Gobierno, que mientras el sector privado encaja recortes de empleo y de salarios para mantener con vida a sus empresas, como ya hizo en la crisis de 2008-2013, y sigue financiando a la corporación con mayores pérdidas del país, los trabajadores de esta, excepción hecha de los que en esta crisis han sido esenciales de verdad (los sanitarios), mantengan sin el más mínimo temor sus puestos y sin rasguño alguno sus emolumentos.
La subida de la partida de los sueldos públicos prevista para este año es del 6,09% (hasta el 12,7% del PIB, nada menos que el récord de 142.000 millones de euros), cuando las rentas de los asalariados del sector privado, que son sus financiadores, sus accionistas, se mantendrán congeladas en el mejor de los casos, puesto que las empresas, que han reaccionado con una inusitada rapidez a esta crisis, ya han planteado recortes de salarios, de jornada y de empleo, al menos por un tiempo. No parece tal nómina de los funcionarios un ejercicio de equilibrio por parte de los administradores, y menos en el único país de Europa en el que las retribuciones del sector público son más elevadas que las del privado.
José Antonio Vega es Director adjunto de Cinco Días