Primer objetivo: mantener vivas las empresas, el eslabón más vulnerable
La preocupación primera del Gobierno debe ser minimizar el daño al tejido productivo para no empezar de cero cuando se extirpe la epidemia
L a primera obligación de la Administración ahora es asumir que la economía se va a contraer al menos por dos trimestres consecutivos, si no más, y que entrará en una súbita recesión. Discutir la profundidad de la crisis o incluso negarla por un quítame allá esas décimas solo retrasará las decisiones mientras se agrava el problema. Si el tiempo es relevante y apremia para quebrar la cadena del contagio del coronavirus que nos ha traído hasta aquí, apremia más para quebrar la cadena endemoniada de destrucción de tejido productivo que inevitablemente se va a plantear en las próximas semanas y meses. Cuanto más rápido se actúe y más certeramente, más tiempo ganamos a la contracción y más rápido se recompondrá la normalidad y la recuperación de la demanda y de la economía en general.
Por todo ello, el diagnóstico debe ser lo más acertado posible desde el principio, construyendo escenarios probables de la contracción, sin miedo a cierta exageración, para aplicar desde el principio las medidas correctas que atajen la sangría de empresas, empleo, ingresos públicos y gasto fiscal. La experiencia de la pasada crisis enseña que la bola de nieve crece cuando coge velocidad la destrucción de actividad, y que frenarla después es muy complicado.
El objetivo número uno es frenar en seco la destrucción del tejido productivo, el tejido empresarial, en España muy atomizado en sociedades de tamaño pequeño y mediano en demasiadas actividades. El tejido productivo, las empresas, es el agente más vulnerable ahora, por echar mano del lenguaje manoseado de una parte de la izquierda que ahora comparte responsabilidades con la izquierda tradicional. Claro que son vulnerables los trabajadores, y que unos lo son más que otros en función de su grado de capacidad de activar su empleabilidad. Pero se antojan ahora más vulnerables las empresas. Por cada empresa que desaparezca, hará vulnerable a unas cuantas decenas de trabajadores, y recomponer una compañía desaparecida y la salud financiera de las decenas de familias que viven de su actividad es una tarea que desde cero lleva años de esfuerzo. Un desempleado es un grave problema individual y familiar: una empresa desaparecida es un gran problema colectivo que golpea doblemente al empleo en el país más necesitado de su gracia en Europa.
A nadie se le escapa que las decisiones tomadas por los Gobiernos en toda Europa, pero en particular en España, suponen una paralización radical de la actividad de centenares de miles de empresas a las que se les confina como a sus plantillas a una cuarentena que en el mejor de los casos durará dos largos meses, siempre dando por buenos los cálculos profesionales de Sanidad. La vía de los expedientes de regulación de empleo puede ser acertada, como lo ha sido en el pasado; pero dado que no se trata de una crisis puntual de una actividad concreta, sino que afecta con carácter general a toda la economía, y más intensamente a la de los servicios, el recurso a la regulación de empleo tiene que ser reforzado, con plenas garantías de recuperación de las plantillas cuando se recomponga la demanda y haya plena libertad de movimientos. Parece muy acertado el programa de ayudas a la liquidez y el mantenimiento de las plantillas puesto en marcha en Alemania, con una línea de disponibilidad de efectivo sin coste con una cifra que asusta, con 500.000 millones de euros (sí, han leído bien: medio billón de euros), para que los administradores de las empresas las mantengan vivas, aunque sea de manera durmiente, mientras se logra extirpar la epidemia sanitaria.
Si una empresa, aun con la actividad a medio gas, o incluso plenamente parada, puede abonar los salarios, estará lista para recuperar la actividad en menos que se aprieta un clic cuando haya pasado la tormenta. Puede parecer una exageración, pero un análisis riguroso del coste-beneficio de afrontar así la crisis, y confrontarlo con la manera tradicional consistente en el recurso al despido y al abono de prestaciones de paro, puede ofrecernos sorprendentes conclusiones. Si se trata de solo dos meses, una solución financiera en la que las empresas y el Estado, tras un pacto en el que participen corporativamente sindicatos y empresarios, soporten y compartan el coste de los salarios y a la vez de los impuestos y las cotizaciones, a cambio de preservar todo el tejido productivo, puede ser una solución solvente.
Claro que tiene un coste muy elevado para el erario publico. Claro que dispara el gasto público más allá de lo que hoy permite la UE. Claro que precisa de una autorización de la Unión para romper el candado de la regla fiscal por un tiempo. Pero la recuperación de los recursos será también más inmediata que tratar de que individualmente, y a costa de sus propios esfuerzos, las empresas que hayan desaparecido durante esta sorprendente crisis, renazcan como el ave fénix.
Hacer un cálculo del coste de tal operación no es fácil. Se trataría de soportar, entre la tesorería de las empresas y la Hacienda, los costes de funcionamiento de cadenas de servicios completos en el turismo, la restauración, el comercio minorista, el de sus proveedores, etc. El mecanismo debería contemplar también la disponibilidad ilimitada de liquidez sin coste para no quebrar los flujos de pagos y cobros entre clientes y proveedores de las empresas, y permitir cuantos aplazamientos encadenados fueren necesarios. Solo así se mantendrá vivo el aparataje empresarial y, con él, el empleo. Si las rentas salariales rondan los 600.000 millones de euros, según la Contabilidad Nacional, y considerando que la parálisis afectara a la totalidad del aparato productivo (que no es el caso), el coste agregado de la operación sería de 100.000 millones de euros. Se trataría del caso más extremo, y atender a la parte realmente atrapada podría ser la mitad de tal cantidad, en un escenario razonable. Algo parecido al coste de la crisis financiera (España solo ha utilizado unos 60.000 millones de los 100.000 de crédito concedido por Europa para el rescate del sistema financiero).
Serían menos de cinco puntos de PIB. Es una cantidad fabulosa para encajarla en el estado de las finanzas públicas españolas, pero quizás sea la formula más barata si Europa entiende que se precisa tirar del gasto público para evitar una espiral crítica como la de 2008-2012. Supondría, en caso de cargarlo todo contra la deuda para evitar subidas de impuestos inconvenientes, volver al 100% de deuda sobre PIB, un salto que correría en paralelo al que tendrán que asumir todos los países europeos. Ahora la mayoría de las empresas están saneadas, y la destrucción de valor y de empleo, si se limita el parón a dos meses, sería muy asequible. Muy rentable dadas las circunstancias y la peligrosa alternativa de dejarlas a su suerte. El objetivo es mantener vivas miles de empresas, sobre todo pequeñas y medianas, en las que trabajan millones de trabajadores.
No se trata de nacionalizar las pérdidas a la manera tradicional, aunque el razonamiento más simple lleve por costumbre a esa conclusión. Se trata de salvar un abismo temporal muy limitado y de carácter extraordinario.
Seguramente la tentación de la Administración es utilizar las herramientas de siempre, que están ahí para hacer frente a las crisis estructurales: ajustes laborales temporales o definitivos, y prestaciones y subsidios. Amerita un análisis sosegado y comparado del coste de usar una vía o la otra. Cuando el empleado sale de una plantilla, además del coste moral y anímico, tiene una carga para el Estado en subsidios, además de generar una merma en los ingresos públicos considerable de forma directa en el IRPF e indirecta en la pérdida de capacidad de consumo. Además, lleva aparejado un coste adicional en forma de cotizaciones y pérdida de capacidad fiscal de la empresa desaparecida que el fisco también debe considerar. Y ante esta circunstancia, seguramente también sucumbirá la Administración a la tentación fácil y cómoda de subir los impuestos para cubrir los gastos extraordinarios de una solución ordinaria (IRPF, IVA, etc.), como si fuere este el mejor momento para apretarle las tuercas fiscales a la gente, sean empresas o particulares.
Hagan las cuentas, que a lo mejor sale a cuenta.
Ahora más que nunca está justificada la reclamación a la Unión Europea de un margen fiscal muy generoso por un periodo de tiempo de dos o tres años. La situación de España no será atípica; se encontrará en la misma ventanilla con Italia, pero seguramente también con Francia, Portugal, Alemania y otros países más pronto que tarde. La Comisión ha dado algunas pistas, pero da la impresión de que no ha medido la verdadera dimensión del problema, como tampoco parece haberlo medido la experimentada presidenta del Banco Central Europeo, que sigue apelando a los países y a su disponibilidad fiscal. Hace falta mano abierta presupuestariamente, pero con aquiescencia de la Comisión y respaldo absoluto de Christine Lagarde, y créanme que en ese caso será suficiente.
La pasada semana se han abierto de nuevo las primas de riesgo, con la clara insinuación de que los países deberán hacer frente a sus problemas de forma individualizada, de que la Unión dejará a cada uno a su suerte. El viejo problema de Europa, la improvisación y el no disponer de los instrumentos fiscales y financieros para hacer frente a los ataques de los mercados al euro, vuelven a asomar en el escenario. Se vivió en 2012 y puede volver a vivirse ahora si no hay firmeza en los mensajes y contundencia en los programas de acción. Que quede claro otra vez que Europa hay solo una, que euro hay solo uno y no dieciséis; que el norte y el sur están compactados y comprometidos en un único proyecto monetario y que todos tienen una respuesta sindicada como si se tratase de un solo país.