¿Qué esperamos de Europa?
El complejo escenario político y económico exige que los europeos apostemos por una Europa más unida
Los europeos tenemos este próximo domingo una cita con las urnas. Son unas elecciones con especial significado para una Unión Europea que no está en su mejor momento, enfrentada a una de las mayores crisis existenciales desde que se constituyó formalmente en 1993.
¿Está el gran proyecto de integración europeo en peligro? El desafío del Brexit, la aún no apaciguada crisis económica, el nativismo y el auge del populismo de izquierdas y derechas deberían hacer al menos que esta ocasión crucial sirviera para reflexionar sobre lo que debe ser la Europa de los 28 en el futuro. En un entorno geopolítico multilateral, cambiante y complejo como el actual, no solo es importante ser capaces de decidir adónde quiere ir Europa, sino qué papel queremos que tenga en el mundo.
En general las elecciones al Parlamento Europeo han sido tradicionalmente unos comicios con índices de participación moderados (alrededor del 42% en los últimos celebrados, hace cinco años), como si el futuro de la Unión y sus instituciones no fuera con sus ciudadanos. En España, cuya participación se sitúa normalmente ligeramente por encima de este cociente, las europeas convergerán este 26 de mayo con elecciones municipales y autonómicas. Aquí los ánimos están algo más caldeados por la pervivencia de la cuestión territorial catalana y el eco de la tensa y aún reciente campaña de las generales. Salvo que el Calendario Zaragozano acierte y el llamado superdomingo sea lluvioso (no se preocupen, en los 150 años que lleva publicándose no ha demostrado una capacidad de predicción muy superior a la de la bruja Lola), es posible que esta vez la participación sea mayor. Recemos a san Isidro, patrón de los campesinos y divino mediador en asuntos meteorológicos, que el fin de semana promete.
¿Por qué nos moviliza tan poco nuestra querida Unión Europea? Por una parte, tendemos a ver estas elecciones en clave local. A nivel político parece a veces importar menos lo que sucede en Europa o la capacidad de influir sobre ello que la visibilidad extra que puede dar una foto en Bruselas. El electorado no es ajeno a esta forma de vivir el espacio europeo y posiblemente se moviliza más motivado por proyectar hacia Europa sus filias y fobias locales que por una verdadera conciencia de lo que implica depositar una u otra papeleta en la correspondiente urna. Paradójicamente, las diferentes encuestas sobre sentimiento europeo que periódicamente realiza la propia Unión no solo reflejan –con el permiso de los británicos– una satisfacción con la pertenencia nacional a la Unión, sino que marcan una tendencia en aumento en los últimos años. El mensaje parece claro: los europeos nos sentimos europeos, pero nos identificamos poco con las instituciones que nos gobiernan.
Visto en perspectiva, la Unión Europea no ha sido un mal invento. Desde el inicio de la unificación de mercado, los países firmantes han visto aumentar su PIB per cápita por encima de la media de las economías desarrolladas, creando uno de los territorios más ricos y estables del mundo. Pero la Unión Europea es un experimento relativamente joven, al que le quedan todavía por recorrer unos cuantos pasos hasta llegar a acercarse al ideal que soñaron sus padres fundadores. La propia gestión de la última crisis económica, de la que –políticas de austeridad mediante– se ha salido con ganadores y perdedores y una mayor desigualdad territorial entre el norte y el sur, es una clara muestra de que el edificio institucional europeo está inacabado y debe hacer más por mejorar y acercarse a los ciudadanos.
La decisión de unificar la moneda alrededor del euro y la posterior creación de la Unión Monetaria y el Banco Central Europeo han hecho que hoy resulte muy difícil para cualquiera de los países integrados salir de este club sin sufrir la ira de los mercados y sus consecuencias. Los mecanismos que antes permitían a un país afrontar sus propias crisis con políticas de devaluación han desaparecido, pero las recetas alternativas de la UE se han demostrado insuficientes o incluso dañinas. ¿Nos falta tal vez avanzar hacia una verdadera unificación fiscal? El presidente francés Macron ya insinuó hace unos años que la Unión Europea debería contar con un presupuesto común europeo y un ministro europeo de finanzas. Este es un debate todavía por abordar en las instituciones europeas y que ahora –a pesar de la complejidad añadida del fragmentado y filoeurófobo escenario de fuerzas políticas– parece más urgente que nunca.
¿Y una verdadera unión política? A Henry Kissinger se le atribuye esta frase: “¿A quién debo llamar para hablar con Europa?”. Aunque parece que la autoría es un mito, no es por ello menos útil para ilustrar la realidad de una Unión con limitadas capacidades en cuanto al desarrollo de políticas exteriores adecuadas a los retos del mundo actual. Entre la consolidación de China como emergente potencia económica y tecnológica en el nuevo orden mundial y el actual y desconcertante papel de una America Great Again que parece jugar al divide y vencerás, ¿dónde queda Europa? Para Trump no parecemos ser mucho más que un gran Eurodisney lleno de museos y burocracia a la que ningunear a conveniencia. ¿Lo somos?
¿Llegaremos algún día a ver los Estados Unidos de Europa? La idea no es nueva. Winston Churchill y otros antes que él la esbozaron. Víctor Hugo la había defendido ya con pasión en su discurso en la Exposición Universal de París de 1878. El famoso escritor creía que el objetivo se conseguiría y plantó un roble en su mansión de Guernsey, convencido de que se alcanzaría cuando este madurara. El árbol sigue en pie.
Pedro Nueno es socio director de InterBen