El sabio señala el clima, los economicistas el PIB
Es necesario dejar de analizar el problema del cambio climático desde parámetros eco
Una de las pocas cosas buenas que ha traído consigo la brutal crisis del 2008, que todavía padecemos, es la puesta en cuestión de no poca de la sabiduría convencional que parecía incuestionable, cuando no lo políticamente correcto. El modelo económico preponderante desde los años 80 del siglo XX, después de una prolongada etapa de keynesianismo —los 30 años gloriosos— es el modelo neoclásico. En él prima, por encima de todos los postulados, el dogma del ultraindividualismo materialista, racional y competitivo, con el que supuestamente todos los seres humanos procedemos y tomamos decisiones dentro de un sistema capitalista globalizado —agregado de homo œconomicus—, de crecimiento perpetuo, cuyo fin es satisfacer los deseos materiales de todos. Su institución dominante en casi todas las facetas de actividad económica, social y cultural es el mercado. El precio de intercambio, su adalid de eficiencia, lo marca la supuesta utilidad marginal —ese concepto tan abstracto— que cada uno le damos a los bienes y servicios que se nos ofrecen, no a su valor real asociado al coste de producción. El mercado suele funcionar muy bien en el corto plazo, pero mal o muy mal en el largo, donde hay que ponerle parches de todo tipo.
En este discurso, mainstream economics, al Estado (o gobierno) se le reserva un papel marginal. Si acaso como proveedor de servicios o necesidades públicas —un bien que está disponible para todos y del cual el uso por una persona no substrae el uso por otro—. Se le admite con sordina el papel de árbitro o para paliar las deficiencias del omnipresente mercado mediante su regulación. Conceptos como planificación, estrategia de largo plazo de los intereses y necesidades colectivas, arbitrar la escasez o su reparto justo, están casi proscritos en esa visión autosuficiente de la sociedad mercantilizada. Este modelo económico, cuyo indicador de salud es el PIB, crea un mundo abstracto e ideal —necesidad de información perfecta para alcanzar el equilibrio óptimo cuasi newtoniano, agentes intercambiables, todo tiene su precio, etc.— que hace aguas cuando se le somete a unas condiciones de contorno exigentes. Lo pone en evidencia el haber sido incapaz de prever su propia crisis, la financialización extractiva rampante a escala global, o su materialización día a día en nuestro país de lo que pueden ser ejemplos, entre otros, el mercado bancario o el desquiciante y abstruso mercado eléctrico.
El modelo naufraga cuando se trata de armonizar sus proclamas de crecimiento perpetuo con las realidades biofísicas de un mundo no ideal y de recursos finitos como el nuestro. Estamos hablando de cómo en el corto y medio plazo anticipar y adaptarnos a esos cambios cada vez más evidentes, y, a largo plazo, resolver cómo adecuar el deterioro del entorno natural que la humanidad engendra y cómo acompasar nuestro progreso material a sus límites o fronteras ecológicas, biodiversidad, etc.
El paradigma económico dominante pretende trasladar al clima, a partir de unos precios, la entelequia de un equilibrio global en la interactuación de la humanidad con el medio natural, del que obtenemos todo. Ello sin considerar —salvo como externalidad— los procesos reales con los que obtenemos materias primas, vertemos residuos a los ríos y mares, emitimos gases a la atmosfera o producimos alimentos. Ni tampoco la biofísica, química, termodinámica, biología, ecología, sociología etc. de todo ello. Por no hablar de la ética o crisis moral en la que nos sumerge, ante la evidencia constante de que los que menos tienen sufren mucho más sus consecuencias.
El paradigma de tratar de limitar única y exclusivamente los posibles efectos antropogénicos en el cambio climático, el calentamiento global, y la dinámica de ambos, a partir de reducir las emisiones de los gases de efecto invernadero a unos óptimos económicos, minimiza de forma harto simple el problema. A lo sumo, a una cuestión de inflación o PIB. Incluso, lo arrincona como algo de orden menor, dadas las cifras resultantes, lo que se traduce en inacción casi generalizada.
Es imprescindible ya cambiar ese paradigma y considerar de forma minuciosa las múltiples señales que nos envía nuestro planeta de que estamos sobrepasando los límites o umbrales ecológicos de los recursos naturales y reduciendo la biodiversidad de manera alarmante. Es imperativo considerar el sistema económico de nuestro mundo como un proceso global de transformación de la materia, considerada ésta como el capital natural del planeta.
Este sistema de visión más amplia utiliza aguas arriba unos recursos disponibles en el medio natural, renovables o no, que convendría inventariar, conocer sus límites y capacidad de carga. Esos recursos y materias primas son los que transformados mediante procesos industriales usamos en los productos y servicios de los que nos proveemos. En dichos procesos se añade no poco esfuerzo e inteligencia humana que los dotan de valor económico de intercambio. Toda la producción y su ulterior consumo generan desechos y elementos que contaminan y que, de una u otra forma, vuelven al medio natural.
La gran transformación del paradigma económico actual permitiría abarcar todos los aspectos de este sistema productivo que desplazan y transforman la materia, la energía y los recursos naturales y sus facetas biofísicas, económicas y sociales, con sus límites y fronteras. También sus requisitos para que dentro de él la humanidad pueda seguir progresando y las desigualdades sean menos lacerantes. La polución, emisiones, consumo, degradación de hábitats, etc. no son sino las diferentes caras de la misma moneda. El considerar alguna de ellas como defectos, digamos periféricos, de un sistema de asignación óptima de recursos basado en decisiones individuales y precios, no parece la forma más inteligente de proceder de aquí en adelante.
Hoy disponemos de medios para analizar este sistema en su totalidad, los datos precisos para tener en cuenta todos sus aspectos y las tecnologías para simular dinámicamente cómo afrontar los próximos siglos de la vida del planeta de una forma sostenible y de progreso moral y económico.
Los mercados y los gobiernos juegan y jugarán papeles esenciales en ella. Estos como garantes de unos principios éticos y sociales a la hora de tomar decisiones colectivas que protejan los bienes comunes a largo plazo. Aquellos para canalizar nuestros valores personales, preferencias y necesidades, a la vez que facilitar la racionalidad, el uso de recursos escasos eficientemente e incentivar la innovación, la búsqueda de nuevas oportunidades y el beneficio justo.ç
José Luis de la Fuente O’Connor es Profesor de la Universidad Politécnica de Madrid, vocal de la reciente Comisión de Expertos para la Transición Energética