El enésimo intento de implantar una mala idea
En la propuesta de gravar las transacciones financieras falta reflexión, coordinación y justificación
Vuelven de nuevo las propuestas y rumores sobre la posible implantación de un impuesto a las transacciones financieras. Desde 2011, varios países –que han quedado en una decena con apoyo variable en intensidad dependiendo del Ejecutivo que haya pasado por algunos de ellos– vienen tratando de cerrar un acuerdo para establecerlo de forma coordinada. Esto es importante porque la coordinación es un criterio esencial de eficiencia de este tipo de acciones. En la arquitectura financiera global la apertura de los mercados de capitales hace que si la presión impositiva muestra diferencias significativas, se multipliquen las posibilidades de arbitraje regulatorio: de forma casi natural, si se impone un sobrecoste de este tipo, los flujos se reconcentrarán en otros puntos geográficos con un tratamiento más conveniente para los contratantes. Claro que la fiscalidad no es el único criterio para determinar la localización de los mercados, pero es uno muy importante.
Merece la pena volver la vista atrás porque son ya casi 50 años de cierta perversión conceptual de la idea originaria de James Tobin. Su mal llamada tasa se pensó tras irse el sistema de Bretton Woods al garete en 1971. Y en aquel momento se trataba de una propuesta para establecer una imposición mínima sobre las operaciones que implicaban un cambio de divisa, para frenar la especulación a corto plazo con tipos de cambio. Aquello se parece como el huevo a la castaña a lo que se propone hoy.
En los mercados financieros, los distintos emisores, negociadores y tenedores de títulos ya afrontan una colección de impuestos importante en cada jurisdicción. En la UE, bajo el dudosamente eficiente ánimo de que los mercados financieros devuelvan a la sociedad parte de lo que se perdió con la crisis, se sigue observando un empeño en actuar como Robin Hood. España se reafirma ahora, tras cierto tiempo sin demasiado empeño en ello, entre el grupo de proponentes. Pero cabe preguntarse si se está mirando exactamente donde se debe. El desarrollo que han adquirido los mercados y los operadores llamados de banca en la sombra puede requerir cosas más importantes que lanzar un impuesto especial a las transacciones. Es preciso evaluar hasta qué punto se están controlando los riesgos en estos mercados. A los temores sobre los de derivados –cuya supervisión se ha mejorado solo parcialmente– y de otros productos estructurados, se une ahora la operativa con renta fija. La acumulación de títulos de deuda debería ser un objeto de estudio profundo mucho más importante que el propósito redistributivo.
En la UE ya se ha intentado muchas veces activar este impuesto. Cada vez se tropieza con una piedra distinta. Guijarros de realidad. En 2011 hubo un proyecto para el conjunto de la UE en el que se estimó una posible recaudación conjunta de 57.000 millones de euros. Ahora quedan apenas una decena de países que intentan mantener el proyecto a flote: Austria, Alemania, Francia, Bélgica, España, Grecia, Italia, Portugal, Eslovaquia y Eslovenia. Mientras en España se habla de este proyecto como uno de los principales del actual Ejecutivo, hace tan solo un par de semanas que el ministro de Finanzas austriaco, Hartwig Loeger –que actúa como coordinador–, señalaba que se estaba caminando en la dirección errónea. Se trataba de una aproximación eufemística al previsible fracaso de la iniciativa. Con la reducción del número de proponentes, la estimación de recaudación también ha menguado considerablemente (19.600 millones en el conjunto de estos países). Además, algunos ya no muestran el entusiasmo inicial y otros abiertamente expresan sus dudas. Aún no hemos hablado de eficiencia recaudatoria y ya hay fugas en el casco del barco impositivo que se quiere fletar.
Para complicar más las cosas, no puede olvidarse el papel de Reino Unido. Fuera de la UE y del grupo de países que sugieren coordinar el impuesto se genera una posibilidad de introducir elementos de competitividad financiera en el panorama del brexit. Ahora que el resto de la UE parece recuperar protagonismo como plaza financiera (con Fráncfort y París en posición destacada) no parece que tenga mucho sentido estrenarse en el entorno posbrexit con un impuesto que recuperaría atractivo para la City londinense. Cierto es que en el país británico hay un impuesto de naturaleza similar pero con mucho menos alcance. Se habla ahora de mantener el impuesto para las operaciones que tengan cualquier contrapartida británica pero eso tampoco sería solución ni frenaría la canalización de inversiones a otras jurisdicciones y, finalmente, hacia Reino Unido.
A la ineficiencia posible del impuesto por motivos de deslocalización o arbitraje se le añaden las que se refieren al impacto económico. La recaudación sería menguante conforme los operadores reaccionaran pero, además, se penalizaría el desarrollo de los mercados de capitales en una UE que lleva tiempo intentando consolidar la unión del suyo. Y ese mercado único de capitales lleva retraso y no pocos problemas para hacerlo operativo. Bautizarlo con este impuesto podría ser un mal comienzo.
Por otro lado, resulta ocioso considerar de forma seria la posible puesta en funcionamiento de un impuesto a las transacciones financieras si no hay un proyecto firme sobre la mesa que evaluar. Distintos Gobiernos en distintos países (en España también) ratifican su compromiso pero la forma y la impresión en blanco y negro aún no parece cercanas. También habría que considerar que esta no es una iniciativa inédita. Ya hay experiencias de impuestos a transacciones financieras de muy distinta naturaleza, pero que tienen en común el haber causado un efecto neto significativamente negativo en la economía. Este es el caso de Latinoamérica, donde países como Argentina, México, Colombia, Perú o Venezuela establecieron imposiciones de este tipo y acabaron perdiendo base recaudatoria y reduciendo el necesario apalancamiento financiero que impulsa la inversión. Quizás falta más reflexión y coordinación. Pero, sobre todo, falta justificación.
Santiago Carbó es Catedrático de Economía de Cunef y director de estudios financieros de Funcas