El coste de la corrupción y el riesgo de inmunizarnos
El impacto de los escándalos en la economía se calcula entre 25.000 y 90.000 millones al año, un mínimo de 500 euros por español
Se ha convertido en parte de nuestra rutina. Al despertar y conectarnos a los medios de comunicación, tradicionales y de nueva generación, asistimos al repaso de la crónica carcelaria, de su previa, la crónica judicial, y de su antesala, la interminable retahíla de supuestos casos de corrupción que nos anuncian futuros juicios, en los próximos meses.
En ocasiones nos sobresalta la aparición de nuevos protagonistas, como la reciente detención de Eduardo Zaplana, o de nuevas esferas sociales, como la universidad, y comprobamos con tristeza que se extienden los síntomas de una de las enfermedades crónicas de nuestra sociedad, el mal uso del poder. La interminable lista de casos políticos, de uno y otro lado, del mal uso del dinero público, se llevan la palma en la mayoría de nuestros despertares y nos somete a una dosis tan constante de corruptela general que corremos el riesgo de mostrarnos inmunes a sus efectos.
Desde 1978 se han documentado miles de casos de corrupción en ayuntamientos, comunidades autónomas y a nivel estatal, en España. Con una media de 10 casos de corrupción al mes, y más de 7.000 personas detenidas por casos de corrupción en los últimos cuatro años, las cifras que estiman cuánto nos cuesta la corrupción son variadas y discutibles, pero podríamos estimarla alrededor de los 500 euros anuales por español, para acercarse a los 25.000 millones de euros al año, si bien algunas estimaciones la elevan a 90.000 millones anuales y hasta el 4,5% del PIB. Las comparaciones con los usos alternativos que podríamos dar a esas partidas económicas malversadas son también diversas y en ocasiones ventajistas. Incrementar la exigua hucha de las pensiones, invertirlo en mejoras educativas o sanitarias, adecuar los salarios a los niveles anteriores a la crisis y fomentar la investigación y la recuperación del talento perdido en la recesión son los más comunes. Y no son desacertados, pero se basan en obviar una premisa, que lamentablemente se da en todas las sociedades, la imposibilidad de extinguir completamente la enfermedad de la corrupción, aunque la sensación que nos embarga, desde aquellos casos estrella de 1992, y de manera creciente desde el año 2000, es de infección descontrolada, a riesgo de tolerarla como normal.
Se hizo famoso el alcalde mexicano que, en 2014, basó uno de sus mítines de reelección en reconocer que él había robado, pero había robado poquito. Se hizo menos famoso, pero sucedió igualmente, el estruendoso aplauso de aquellos que le escuchaban, sus potenciales votantes y su posterior y aún vigente carrera política.
Parece un comportamiento irracional, pero la inusual confesión del peculiar candidato le confirió credibilidad, y la confesa limitación de su apropiación indebida funcionó. Probablemente la comparación de su declarado robo limitado y sincero, ante la sensación de robos mayores y no confesos, fue una inesperada estrategia de éxito político. Es el extremo al que no podemos permitirnos llegar.
El índice de percepción de la corrupción en 2017, publicado por Transparencia Internacional, sitúa a España en la posición 42 de un total de 180 países considerados, con un nivel de corrupción percibida por los ciudadanos españoles superior a Botsuana y similar a los de Ruanda y Namibia.
El dato, por sí solo, es preocupante, pero si analizamos la tendencia se agrava la sensación. Desde el año 2000, España es el país de Europa que más ha empeorado su percepción de la corrupción, pasando de la posición 8 en el año 2012 a la actual posición 20. Tristemente, y con perdón de los fans, podríamos decir que nos va tan mal en corrupción como tradicionalmente en Eurovisión y sin visos de mejora.
La última entrega del CIS, de febrero de 2018, mostraba la corrupción como el segundo problema que más preocupa a los españoles, según un 39% de la población, solo superado, en nivel de inquietud, por el desempleo. En resumen, que los españoles sentimos que nos roban, y no sentimos que nos roben poquito, pero no podemos normalizar la situación.
La evolución creciente de los casos no solo responde al incremento de las malas prácticas, también se debe a la mejora constante de la labor policial, al mayor tratamiento de los casos de corrupción en los medios de comunicación y al incremento de los mecanismos de denuncia, que se han ido instalando en nuestros entornos profesionales y personales hasta alcanzar un mejorable, pero alentador, índice de normalidad. Aflorar casos puede desesperar, porque se asemeja a una interminable madeja de hilo, de la que uno tira y tira sin fin, pero es necesario que lleguemos hasta el final para poder recomponer la prenda adecuadamente.
Bienvenida sea la transparencia, las reformas legales que regularicen el uso de lo público, los especiales televisivos, las series sobre casos de corrupción, los portales de denuncia, la enseñanza en las aulas de ética en los negocios y en la gestión de lo público, los códigos de comportamiento, de buena conducta y de ética en las empresas e instituciones, así como cualquier otra medida que nos permita aflorar el mal uso del poder y seguir luchando contra la corrupción, para que seamos capaces de minimizar su coste y que nunca nos conformemos con que nos roben, aunque sea poquito. Quinientos euros por español al año.
Fernando Tomé es Decano de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad Nebrija