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Cataluña: cuando la política se divorcia del derecho

Un referéndum que plantea una secesión rompe con una regla básica: la reciprocidad En una consulta de este tipo una victoria del no es siempre temporal

Centenares de personas se concentran ante el Tribunal Superior de Justicia de Cataluña en protesta por las detenciones llevadsa a cabo por la Guardia Civil por los preparativos del referéndum del 1-O.
Centenares de personas se concentran ante el Tribunal Superior de Justicia de Cataluña en protesta por las detenciones llevadsa a cabo por la Guardia Civil por los preparativos del referéndum del 1-O.EFE

Los acontecimientos de las últimas semanas, y muy particularmente los acaecidos desde que el miércoles por la mañana la Guardia Civil realizara detenciones y registros en varias dependencias de la Generalitat, están contribuyendo a un aumento de la tensión en Cataluña, que puede terminar en episodios de violencia. Así las cosas, no es extraño escuchar que debe darse paso a la política, para alcanzar alguna solución que permita reconducir la situación para evitar males mayores.

De entrada, es preciso subrayar que quienes insisten en este dar paso a la política parecen tener un concepto algo extraño de la misma. Si bien es cierto que el Derecho no agota la política, también lo es que abrir la puerta a la política al margen del Derecho conlleva unos riesgos que deben tenerse en cuenta, riesgos tanto mayores cuando quien ha vulnerado el orden jurídico –y al que la política entendida como una especie de pacto debería venir a rescatar– es quien más obligado estaba, por su posición institucional, a respetarlo.

En este sentido, flaco favor hace a la política como método civilizado de ordenar la convivencia el sostener que, cuando quien desde las instituciones públicas anuncia la comisión de varios delitos con explícito desprecio a la Constitución, al Estatuto y a los tribunales, hay que dejar de aplicar el ordenamiento jurídico si puede movilizar en la calle a un número suficiente de manifestantes.

Consagrar un espacio de impunidad para aquél que desde el poder y con dinero público puede controlar la calle no se me antoja un camino adecuado para alcanzar los acuerdos pacificadores que, según esta visión estrecha de la política, permitirían resolver la crisis actual. En efecto, así se estaría trasladando a quienes han generado el problema un mensaje muy sencillo: hay incentivos para intentar romper la democracia constitucional, pues las alternativas son o bien éxito, o bien ausencia de consecuencias jurídicas y vuelta a la posición de partida.

Ahora bien el Derecho no agota la política, y corresponde a esta mostrar, de un lado, las razones (políticas, pero también morales) de una determinada ordenación jurídica; y de otra, apuntar a soluciones para cuando puedan afrontarse, desde la tranquilidad, los problemas que aquejan a la estructura del Estado.

En primer lugar, siendo cierto que no puede haber Estado de Derecho sin cumplimiento de la ley, debe explicitarse continuamente que la norma cuyo cumplimiento quiere asegurarse –en este caso, la que prohíbe celebrar un referéndum como el proyectado por Puigdemont– recoge tal prescripción por razones políticas y morales, no siendo simplemente resultado de una voluntad arbitraria.

Un referéndum de secesión no es una consulta por medio de la cual los electores se pronuncian sobre si una determinada región sigue formando parte de un Estado o no. Consiste en someter a la decisión de la mayoría el estatus de ciudadano de parte de la población, pues una hipotética ruptura de la unidad estatal convertiría en extranjeros a los habitantes del territorio afectado. De tal modo que cuando una norma prohíbe celebrar referenda de esta naturaleza lo que está es, simplemente, recordando que no existe el derecho a convertir en extranjeros a parte de los conciudadanos.

No sólo eso; impedir un referéndum de este tipo implica afirmar una regla básica de ética política, como es la de la reciprocidad. Todos los que intervienen en una discusión de carácter político deben atenerse a las mismas reglas, como presupuesto para poder exigir a la otra parte el cumplimiento de lo acordado. Pues bien, esto es lo que obvia un referéndum de secesión: por un lado, porque una parte debe asumir que su comunidad política es divisible, sin que se imponga esta carga a la otra (en nuestro caso: España es divisible, Cataluña no); por otro, porque una victoria del No siempre es temporal (hasta la próxima consulta) mientras que la del Sí es definitiva.

Curioso método de resolver controversias aquel que, desde el comienzo del debate, desequilibra claramente las posiciones de quienes participan en el mismo, imponiendo una intolerable asimetría en las reglas de la discusión. Asimetría que se ve agravada por el hecho de que, precisamente por ser la victoria del No una cuestión meramente temporal, no sirve para resolver el problema; salvo que se trate de establecer, sin decirlo claramente, que se pretende forzar una situación en la que el único resultado que zanja la cuestión es el que permite la ruptura, aun al precio de –por el camino– privar de sus derechos de ciudadanía a parte de la población.

Obviamente ello no quita que, una vez afirmado el orden jurídico y el sometimiento de todos al Derecho, sea necesario repensar a fondo nuestra vida en común y el modo de articularla jurídicamente. Pero esta política debe descansar, a mi entender, en una serie de presupuestos que tienen también su justificación moral: la igualdad de derechos de todos los españoles, el permitir a las instituciones comunes realizar sus funciones en beneficio de toda la comunidad política, y asegurar que todos los poderes –también los que expresan la pluralidad de España– ejercen sus competencias sirviendo a todos los ciudadanos y no tratando de construir una identificación nacional de base romántica.

En consecuencia, no se trata de una dicotomía entre derecho y política, sino que la política exige mostrar las razones morales del derecho y actuar en consecuencia.

Pablo Nuevo López es profesor de Derecho Constitucional de la Universidad Abat Oliba CEU

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