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El Foco
Tribuna
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Aena y el piloto automático

Para garantizar la sostenibilidad a largo plazo es necesario completar la privatización hasta, al menos, el 60%

Thinkstock/R.S.

Explicaba hace más de dos años en estas mismas páginas (Sobre la privatización de Aena, 9 de julio de 2014) mi profunda convicción de que, en relación con el modelo de propiedad de un monopolio regulado, más que el hecho de si la misma era pública o privada, lo determinante era el conseguir una gestión profesional y excelente, así como la existencia de una regulación económica que limitase el posible abuso de posición dominante. En aquel entonces se acababa de aprobar, vía real decreto-ley, el marco regulatorio aeroportuario actualmente en vigor y relanzado el proceso de privatización parcial de Aena, finalmente culminado en febrero de 2015 con la exitosa OPV que colocó el 49% del operador en manos privadas.

Dos años después es indudable que el desempeño del operador aeroportuario en resultados, dividendos, así como la evolución de la cotización de la acción han sido espectaculares, fiel reflejo de una gestión excelente y profesional. Esto ha permitido al Estado embolsarse casi 4.500 millones de euros entre la venta inicial y los dividendos recibidos hasta la fecha. Teniendo en cuenta que Aena nunca ha recibido fondos de los Presupuestos Generales, sino que siempre se ha autofinanciado con los ingresos recibidos de las aerolíneas y sus pasajeros (algo que, nunca me cansaré de repetir, es sorprendentemente desconocido por una gran parte de la clase política), es un retorno de valor al Estado muy importante, en contraste con otras empresas públicas que necesitan constantemente acudir a los presupuestos públicos para su funcionamiento, a costa de los bolsillos de los contribuyentes.

"El Gobierno corre el riesgo de pensar que el trabajo está culminado y solo queda recibir los dividendos"

Por ello, una vez aprobado el Documento de Ordenación y Regulación Aeroportuaria (DORA) para el quinquenio 2017-2021, el actual Gobierno corre el riesgo de pensar que el trabajo está culminado, y que ahora basta con poner el piloto automático y sentarse a recibir el ingente flujo de dividendos que se espera en el futuro (según la proyección de beneficios de un reciente informe de UBS, aun con una reducción de tarifas algo superior a la recientemente aprobada, el Estado se embolsaría más de 1.400 millones de euros en los próximos cinco años solamente en dividendos correspondientes al 51% que posee de Aena). En mi opinión, esto sería un gran error, ya que para garantizar la sostenibilidad de este desempeño a largo plazo es necesario completar el proceso privatizador hasta, al menos, llegar al 60% de propiedad privada que preveía el modelo original, luego modificado. Y mi convicción se basa en tres razones que expongo a continuación.

En primer lugar, cualquier empresa necesita atraer y retener el talento directivo para poder seguir manteniendo el éxito presente en el futuro y, dentro de las distintas herramientas disponibles para conseguirlo, es indispensable un sistema de retribución flexible y competitivo en el mercado, algo imposible bajo las limitaciones de una empresa de mayoría de capital público. Uno no deja de sorprenderse de la lealtad de gran parte del equipo directivo de Aena, solamente explicable por el entusiasmo de formar parte de este apasionante proyecto, y por el amor a la casa que los más veteranos profesan. Pero esto tiene un límite, de forma que en caso de que no se pueda implantar un sistema retributivo acorde con el de las otras grandes empresas con las que compite por el talento, es probable que sufra una pérdida de elementos clave que haga que los resultados se resientan.

En segundo lugar, una empresa necesita agilidad de ejecución, para lo cual la parafernalia de requisitos exigidos por la Ley de Contratos del Sector Público, con toda su burocracia de concursos, pliegos, concesiones e innumerables trámites, la hace extremadamente difícil de conseguir. Causa rubor el recordar cómo, por ejemplo, una decisión tan habitual y rutinaria como es la elección de un coche de empresa para un alto directivo se puede convertir en un esperpéntico espectáculo de escarnio público inmerecido, al hacerse públicos de forma malintencionada detalles totalmente irrelevantes del mismo. Entiendo que alguno pueda argumentar que toda esa burocracia y exigencia de publicidad y transparencia es necesaria para asegurarse de que los recursos están siendo correctamente utilizados; aunque si repasamos los últimos escándalos que todos conocemos de empresas públicas en donde, desgraciadamente y a pesar de toda esta salvaguarda burocrática, han sido fuente de todo tipo de desmanes, se estará de acuerdo en que cualquier empresa privada con unos sistemas eficaces de gobernanza interna tiene al menos tanto control sobre el uso de los fondos como una pública, cuando no mayor.

"Para reducir el déficit, vendrían muy bien los ingresos por la colocación de un 11% adicional"

Hasta aquí se podría replicar que para conseguir mejorar lo anterior sería suficiente con privatizar nada más que hasta el 50% más una acción, y de esta forma el operador dejase de estar sometido a la legislación aplicable a las empresas de titularidad pública, por lo que no habría necesidad de ir más allá. Y es donde viene a colación el tercer y último argumento, que no es otro que la necesidad imperiosa de reducción del déficit público, para lo cual los más de 2.000 millones de euros en ingresos extraordinarios provenientes de la colocación de un 11% adicional vendrían como agua llovida del cielo. Para aquellos que temen la pérdida de influencia que supondría para el Estado el dejar de tener la mayoría de las acciones, sería importante recordar que, además de seguir siendo el principal accionista con diferencia, tendría en sus manos la herramienta clave de control, que no es otra que el marco regulatorio. En este sentido se manifestó el Consejo Consultivo de Privatizaciones en su informe previo a la OPV, describiendo como poco significativa la diferencia de la influencia del Estado en ambos escenarios.

Por todo ello, es importante que, antes de poner el piloto automático, el Gobierno se asegure de que el rumbo es el adecuado, garantizando que los cimientos en los que se basa el éxito actual de Aena, que no son otros que una gestión profesional, orientada a resultados y ajena a injerencias políticas, sean firmes y sostenibles en el tiempo. La ausencia de acción podría hacer que el rumbo actual se torciese y nos dirigiese a territorios que lamentablemente ya hemos explorado, y que no son otros que aquellos en donde el interés político primaba sobre el empresarial, con el resultado ya conocido de llevar casi a la quiebra al operador aeroportuario, algo hoy felizmente superado pero que nunca deberíamos olvidar, con el fin de no repetir errores pasados.

Javier Gándara Martínez es director general de EasyJet.

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