América primero, el mundo después
El objetivo de Trump es claro: crecer más y mejor que el resto de las economías
Washington acaparó el viernes la atención del mundo entero durante la toma de posesión del que probablemente sea el presidente estadounidense que inicia su mandato con mayor controversia, dudas e incertidumbres en la historia del país. Pese a las incógnitas que restan por despejar sobre cual será la hoja de ruta concreta con la que dirija la nación más rica e influyente del planeta, Donald Trump volvió a lanzar al pueblo estadounidense y al resto del mundo desde el Capitolio las consignas que le han llevado a la presidencia: nacionalismo, proteccionismo y, sobre todo, populismo. “Hoy no estamos traspasando el poder de una Administración a otra Administración o de un partido a otro partido: hoy estamos transfiriendo el poder desde Washington DC al pueblo”, aseveró en un discurso en el que arremetió contra las élites, los políticos y el establishment en general, y en el que prometió reconstruir América “con manos americanas y trabajadores americanos”. El nuevo presidente de EE UU, que inicia su mandato bajo la premisa de América primero, es percibido por unos como una oportunidad, por otros como un riesgo, y por muchos como una incógnita con capacidad para marcar un antes y un después en el mapa político y económico mundial.
Aunque la Unión Europa ha recibido la llegada de la era Trump con un más que justificado resquemor, dadas las despectivas declaraciones del presidente sobre el carácter “obsoleto” de la OTAN y el negro futuro que aguarda a la propia UE, los mercados han reaccionado con expectación y optimismo. Trump se presenta como un enemigo de la globalización, un partidario del proteccionismo y un líder dispuesto a agitar las relaciones comerciales con China, pero el programa económico con el que llega a la Casa Blanca apuesta por impulsar el crecimiento. La herramienta para lograrlo es un paquete de estímulos fiscales que incluye la rebaja de impuestos a ciudadanos y empresas y una inyección de un billón de dólares en infraestructuras. El objetivo es claro: crecer más y mejor que el resto del mundo.
A la espera de un alza en el precio del dinero más rápida de lo que se preveía y de medidas de desrregularización, los inversores han respaldado la llegada de la nueva Administración. Si el mercado de deuda ha dado un vuelco a nivel global y ha puesto fin a un largo ciclo de más de tres décadas de caídas de rentabilidad, las Bolsas –incluida la española– han reaccionado con subidas, y máximos imparables en el caso de Wall Street. La alegría de los mercados se explica en parte por ciertas variables macroeconómicas, como el alejamiento del temor a la recesión, pero también por la suposición de que la política de Trump como presidente será más pragmática y menos populista que su campaña, con lo que ello supondría de abandono de medidas de proteccionismo arancelario, renuncia a la guerra comercial con China, rebaja de la confrontación con Europa y alza controlada de la inflación. Pero aun cuando ese positivo análisis pudiese acertar en cuanto a las relaciones con Pekín o Bruselas, no parece tan probable que lo haga respecto a naciones emergentes, como México, por ejemplo. Los fallidos intentos de presión de Trump sobre BMW para que esta cambie sus planes de establecer una planta en ese país son una pista de cuál puede ser el estilo de Washington.
La política fiscal anunciada desde la Casa Blanca augura unos primeros años de crecimiento, pero los expertos advierten de que existe un riesgo de recalentamiento de la economía a más largo plazo que podría contagiarse a sus socios comerciales. En cualquier caso, y tanto si el Trump presidente resulta ser más o menos proteccionista que el Trump candidato, el discurso de la nueva Administración estadounidense incluye una seria advertencia para una Europa que debe aprender a vivir sin el apoyo del amigo americano y a tomar por sí sola las riendas de su futuro político y económico. Anclada en un crecimiento insuficiente, dividida por dudas internas, lastrada por la burocracia y asediada por el fantasma del euroescepticismo y el populismo, Bruselas tiene ante sí el reto de reconciliar las voluntades del díscolo club de naciones que forman la UE con el fin de mostrar una sola cara al mundo. Se trata de una tarea que atañe a Europa y a los europeos y que nadie, ni siquiera América, puede hacer por ella.