Dialogando sobre las auditorías populares
Resulta chocante cuando aprendices de políticos, fablistanes de nuevo cuño y ubicuos tertulianos televisivos pontifican al dialogar sobre temas como cuál debe ser la función y cómo y a quién debe informar el interventor (para los no familiarizados con Celtiberia, más o menos, auditor interno); o las sublimadas auditorías ciudadanas, efectuadas supuestamente por ciudadanos a bordo de plataformas voladoras. Pero….centrándonos, por ahora, solamente en aquellas, ¿es que también auditan los ciudadanos? Nos encontramos frente a una supina ignorancia sobre la función de la auditoría en la sociedad, conducente a una sub-democratización de la profesión degradándola a nivel de popular o, peor aún, populista.
Auditor es el experto contable-financiero-administrativo-económico-jurídico (sin haber alcanzado hasta hoy, el desideratum de formarse con un pensum preceptivo que incorpore también temas de corte humanístico, filosófico, social y político); experto acreditado con una experiencia de campo de varios años y miles de horas de trabajo diversificado a desarrollar de acuerdo con un conjunto de normas internacionales (personalidad del auditor, ejecución del examen, preparación de sus informes) y la condición fundamental de desempeñarse –¡oh, gloriosa utopía!– con un criterio químicamente puro, e independiente de los intereses del cliente pagador o del que le enchufó como fiscalizador del presupuesto del Estado.
Por su parte, el ciudadano somos todos nosotros: el manitas que nos ha reparado la secadora que de repente solo sacaba (aire), pero no secaba (la ropa); el vecino del cuarto piso, respetable catedrático de Historia Medieval, que nos saluda en el ascensor con gesto de caballero de la Mesa Redonda; los descamisados estudiantes y famélicos desocupados indignados (probablemente con harta razón) a los que saludábamos en la plaza camino de la oficina; la excelente médico familiar que nos atiende en nuestro no menos excelente centro asistencial; la mujer balcánica que se esmera en dejarnos el piso relucientemente limpio; el vendedor de periódicos con el que dialogamos en su kiosko sobre cómo va la cosa y que nos espeta: “Le aseguro, profesor, que yo, de política y de los políticos, sé mucho más que usted”; el nieto que cursa el segundo de universidad y detesta visceralmente al profesor de Cálculo porque se carga habitualmente al 60% de la clase; la costurera que nos ha recortado hasta la rodilla el viejo gabán para que se parezca al chaquetón de moda del Primer Ministro británico; el jefe de Opinión del periódico, empeñado en ajustar nuestra prosa escolástica a las rígidas normas del Manual de Estilo, etc., etc. ¿Puede este variopinto y desigual conglomerado ciudadano considerarse apto para auditar el uso de los recursos públicos que efectúa el Gobierno?
¿Es que los ciudadanos auditan? Nos encontramos frente a una supina ignorancia sobre esta función
Años atrás introdujimos (y, si no fuimos nosotros, coincidimos felizmente con quien ya la hubiere introducido antes) la expresión auditoría cívica. Otros la conocen como participación ciudadana. Podríamos definirla como el proceso, enmarcado dentro de límites legales y democráticos, tipificado en preguntas, movilizaciones, utilización de los medios, denuncias sustentadas, formación de grupos de presión u ONGs, y otras acciones cívicas mediante el que ciudadanos autorganizados, preferiblemente bajo asesoramiento técnico, participan de algún modo en la supervisión de la gestión pública (presupuesto, deuda, medioambiente, etc.) y exigen cuentas claras a la clase gobernante.
El ciudadano, autocandidato a gestionar el gobierno del país, reclama conocer la utilización de los recursos comunes, encomendados a y manejados por los gestores públicos; la justificación, en perspectiva legal y moral, de las obligaciones financieras de la nación y quedarse razonablemente satisfecho de que los que mandan han desempeñado, con responsabilidad, la función de administradores que les fue confiada en el momento de su elección popular. Este eminentemente democrático proceso no puede ser manipulado ideológica o dialécticamente en campañas electorales; ni puede recurrirse a él para situaciones de sospecha de corrupción o puntuales urgencias políticas. Representa, más bien, el ejercicio transversal de un derecho ciudadano fundamental: que los que gobiernan y administran como gobernantes, respondan de sus actos a los gobernados que les concedieron la administración.
Este
eminentemente democrático proceso no puede ser manipulado ideológicamente en campañas electorales
La auditoría cívica está basada en el legendario principio (tan hispánico –que conste– como anglosajón) de accountability, como interacción entre gobernantes y gobernados; y representa el bastión sustentador de la auditoría democrática, sombrilla social bajo la que se cobija la auditoría cívica. Hemos divulgado el principio durante las últimas décadas como la obligación, legal y ética, que en una democracia tiene la clase gobernante, de informar verídica y puntualmente a los ciudadanos, sobre (a) qué ha hecho, (b) qué está haciendo, o (c) qué planea hacer con los fondos y recursos que el pueblo puso a su disposición para que fueran utilizados sabia, legal, eficiente y eficazmente en beneficio de los gobernados, y no de los que gobiernan.
Esta responsabilidad implica rendir cuentas honestamente sobre los resultados obtenidos con la aplicación de tales recursos, y exponer los métodos utilizados para informar sobre los mismos.
La auditoría cívica está basada en la interacción entre gobernantes y gobernados
Es de notar que cada vez con mayor insistencia los órganos oficiales de control, particularmente en escenarios de Gobiernos locales, estimulan la implicación ciudadana. (¿Es este vuestro caso, colegas del sector público?) Mientras la práctica de la auditoría financiera está regida por las mencionadas normas de aceptación general (históricamente establecidas por la misma profesión de auditor y, actualmente, impuestas –y vigiladas para que se cumplan– por los propios Gobiernos), la auditoría cívica, al derivarse de una reacción espontánea de los ciudadanos, no posee más normas de actuación que las provenientes de un desempeño objetivo, apoyado en las leyes y principios democráticos.
Se infiere de este contraste que el auditor profesional, ni por función, ni por formación, debe ser solicitado ni debe él aceptar, so pena de incumplimiento ético, para actuar como descubridor de fraudes y situaciones no constatadas de corrupción. Ahí están los inspectores fiscales y aduaneros, los investigadores policiales y judiciales, los organismos anticorrupción y el concurso de especialistas forenses.
Entre tanto, abierta queda la oportunidad, para los ciudadanos preocupados –y entusiastas– de acceder a la fiscalización de los recursos públicos como auditores cívicos. Recurrir a sucedáneos es, politiquillos novatos y dialogantes mediáticos, hablar por no callar y –creemos que sin mala intención– confundir al personal.
Ángel González-Malaxetxebarria es Especialista Internacional Gobernabilidad, Gestión Financiera y Auditoría