La jungla de cristal (la de verdad)
Los papeles de Panamá son fascinantes. Es fascinante que un mismo abogado panameño tenga en su cartera de clientes a políticos (elegidos o no) de países democráticos, familiares de comisarios europeos, a la elite de regímenes autoritarios, empresarios, artistas o futbolistas. Todos ellos con sus bancos de referencia y sus sociedades pantalla perfectamente estructuradas desde el mismo despacho de la ciudad de Panamá.
Tener una cuenta en Panamá no es un delito ni implica necesariamente fraude. Faltaría más. Otra cosa son los indicios. Resulta fascinante que estas empresas opacas se basen en un mecanismo tan prosaico como las acciones al portador: el cliente que quiere la sociedad pantalla no recibe acciones nominativas, sino unos papeles que otorgan la propiedad de la sociedad a quien sea que los tenga en su mano.
Algo parecido, bonos al portador, es lo que los malos quieren robar en aquel derroche ochentero de disparos, sangre y testosterona, La Jungla de Cristal (1988). El malo roba de la super caja fuerte 640 millones de dólares en deuda de EE UU pagadera al portador. (Visto en FT Alphaville)
"Bearer bonds denominados en dólares. Excelente"
No hay que ser particularmente malpensado para sospechar de los motivos para contratar al mismo despacho que Putin para abrir una sociedad en las Islas Vírgenes Británicas mediante la fórmula de acciones al portador. Lo más sorprendente, no es que la gente defraude, sino lo relativamente sencillo que es hacerlo, a juzgar por el volumen de trabajo de Mossack Fonseca (medido en decenas de miles de sociedades), así como la engrasada conexión de esta red de sociedades opacas con la gran banca y la elite del poder. Y con el crimen organizado que, evidentemente, también precisa de servicios financieros.
Los papeles de Panamá son la última filtración. Antes fue la lista Falciani. Pero el negocio siempre estuvo ahí. Como han estado los mecanismos de pago de royalties con los que muchas multinacionales derivan el negocio a pequeños cantones suizos. O los acuerdos fiscales desvelados en Luxleaks. Mossack Fonseca, incluso, llegó a ayudar a la isla de Niue (apenas 2.000 habitantes, en el Pacífico Sur), según los documentos del ICIJ, a reformar la legislación para crear un paraíso fiscal en la zona del pacífico, a cambio de la exclusividad para registrar entidades allí.
Operaciones corporativas gigantescas, como la compra de Allergan por Pfizer, tienen en la elusión fiscal su principal razón de ser. Y dentro de cada país supuestamente desarrollado existe una pléyade de estructuras societarias que permiten no pagar impuestos, a cambio de pagar un buen abogado.
Con una cuenta suficientemente jugosa y una cara suficientemente dura, se puede regatear al fisco. La sencillez es tal que, de hecho, algunos ministros de Hacienda optan por amnistiar, en vez de perseguir, a los defraudadores a cambio, eso sí, de algunos euros del dinero defraudado. En paralelo, ya saben; crecimiento anémico de las economías occidentales, salarios planchados por cambios tecnológicos y/o la deslocalización y déficit públicos achacados, habitualmente, al exceso de gasto.
Según el libro de Gabriel Zucman, La riqueza Oculta de las naciones, los paraísos fiscales sacan del radar oficial patrimonio por alrededor de 7,6 billones de dólares (el 8% de la riqueza mundial), y unos flujos de 200.000 millones al año (en el caso de individuos) y de 130.000 (empresas).
Su cálculo es aparentemente sencillo: cruzar los datos de pasivos financieros en el mundo son muy superiores a los de activos, cuando unos y otros deberían cuadrar. Esto sucede porque los tenedores de los activos (lo que falta) son, según Zucman, sociedades opacas: o bien amparadas por el secreto bancario o por indescifrables sociedades pantalla. Zucman calcula que el 30% de los activos ocultos del mundo están en Suiza, y que la mitad de la riqueza de los grandes patrimonios rusos están offshore.
Mucha gente se indigna. Por los salarios de los diputados, por los coches oficiales, por los gastos de representación de las comunidades autónomas o por los fontaneros que no cobra IVA. A veces con razón o a veces sin ella. Cortinas de humo. Como comentó Piketty en esta entrevista (me disculparán la autocita), a medida que los agujeros del sistema fiscal son mayores, aumenta la exigencia recaudatoria sobre una clase media ya castigada por la propia crisis. No es un problema para tomárselo a la ligera.