Sonámbulos ante la Cumbre del Clima en París
The Sleepwalkers, escrita por el historiador de la Universidad de Cambridge Cristopher Clark, es un fascinante pero perturbador relato del origen de la I Guerra Mundial. Su tesis, resumida en el título, es que los líderes europeos de principios del siglo XX caminaron como sonámbulos durante años, asistiendo con pasividad (en algunos casos, aquiescencia) a la acumulación de hostilidades que conducirían al asesinato del príncipe heredero austrohúngaro en Sarajevo en 1914.
Afortunadamente, en la lucha contra el cambio climático, hace tiempo que los líderes mundiales salieron de su letargo. En noviembre de 2014, el presidente de EE UU, Barack Obama, y el de China, Xi Jinping, anunciaron un acuerdo bilateral, ampliado durante la última Asamblea General de la ONU, para reducir sus emisiones durante las dos próximas décadas. El acuerdo compromete a EE UU a reducir sus emisiones, antes de 2025, entre un 26 y un 28% respecto a 2005, y a China a alcanzar el pico de sus emisiones alcance antes de 2030, y a que en esta fecha el 20% de su energía provenga de tecnologías no emisoras (renovables, nuclear y secuestro y almacenamiento de CO2). Por su parte, la UE se ha comprometido a reducir sus emisiones en un 40% en 2030, en este caso respecto a los niveles de 1990.
Se trata del curso de una negociación que culminará en las próximas semanas en la Cumbre del Clima de París, de donde debería salir (ese es el objetivo) un acuerdo sobre los compromisos de mitigación a partir de 2020 que englobe a todos los países. Por mucho que haya cambiado el escenario económico mundial en los últimos años, todavía ha cambiado más el escenario climático. China es responsable del 30% de las emisiones a nivel mundial, aproximadamente el peso que tendrá su economía en el año 2025. Se puede decir que la negociación climática está, en términos geopolíticos, diez años adelantada. Si formásemos un hipotético G8 climático según las emisiones anuales, países como Canadá, Francia o Alemania perderían su silla a favor de India, Brasil o Indonesia. Por esta razón es tan importante que el nuevo acuerdo climático, a diferencia de Kioto, sea realmente global y equitativo, y comprometa a las economías emergentes y en desarrollo.
Es difícil exagerar la importancia de la cumbre de París. La temperatura media del planeta se ha incrementado en más de un grado centígrado desde los niveles preindustriales. Los 14 años más calurosos desde que se tiene registro han tenido lugar en los 15 últimos años. La evidencia científica sobre los efectos climáticos de la acción humana es incuestionable. Como también, los riesgos si el calentamiento del planeta supera la barrera de los 2 grados centígrados, un umbral hacia el que el business as usual nos conduce inexorablemente.
La recomposición del tablero energético internacional durante los últimos años ha sido extraordinaria: el crecimiento de las energías renovables (la potencia eólica instalada a nivel mundial ha pasado de 17,4 GW a 370 GW en apenas 15 años), el cambio de paradigma regulatorio en el sector eléctrico (que evidencia la reforma en el Reino Unido), el vehículo eléctrico o las baterías de Tesla, son todos fenómenos inimaginables hace tan sólo unos años. Y, sin embargo, los cambios regulatorios, tecnológicos y en los modelos de negocio palidecen en comparación con los que serán necesarios si queremos mantener el clima del planeta dentro de unos niveles de riesgo aceptable.
No todos los países, sin embargo, han conseguido despertarse. España asistirá a la próxima cumbre del clima en París (del 30 de noviembre al 11 de diciembre), por así decirlo, en un estado de sonambulismo: el Gobierno estará entonces en funciones, lo que al menos podrá servir de excusa, al contrario que la clamorosa ausencia de nuestro Presidente durante la 70 Asamblea de la ONU, donde se perfiló el futuro acuerdo climático. Pero es que además no se conoce ni nuestra posición de fondo en materia climática (más allá del compromiso general asumido en el seno de la UE) ni en general energética, al no haber existido un debate previo donde contraponer los diferentes modelos a largo plazo.
Hace tiempo que España precisa de un plan energético nacional a largo plazo. Su objetivo no debería ser un ejercicio de planificación, ni obligatoria ni indicativa. Son tantas las incertidumbres que rodean al sector energético (tecnológicas, de modelo de negocio, de costes relativos) que cualquier retrato del futuro a 20 o 30 años vista está condenado a equivocarse. Su valor añadido no reside en acertar (que al fin y al cabo es una carambola que solo depende del azar) sino en reflejar las interdependencia entre las variables, los denominados trade-offs, y en poner de manifiesto que todas las decisiones (por ejemplo, abandonar una tecnología) restringen las opciones futuras y tienen consecuencias en el largo plazo que no pueden adoptarse a la ligera.
Desgraciadamente, este plan energético ya llega tarde. Pero nada nos obliga a estar, además de sonámbulos, en silencio. La lacra del terrorismo ha intentado convertir París en un símbolo del caos y del miedo. Es el turno de que nuestros líderes conviertan la ciudad de la luz en el punto de partida de un nuevo modelo energético.
Isidoro Tapia es MBA por Wharton.