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Tribuna
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La burbuja china

El fuerte crecimiento de la economía china en la última década no podía sino desencadenar una burbuja que ha empezado a estallar a través de distintas manifestaciones globales en las últimas semanas, actualizando la imposibilidad trinitaria que enunció Mundell en los sesenta y que se convirtió en una ley cuasi natural para la economía. Dicha ley venía a decir que solo se puede conseguir de forma simultánea dos de los tres objetivos siguientes: 1) un tipo de cambio fijo; 2) una política monetaria soberana; y 3) la perfecta movilidad de capitales. La ecuación que presenta China, a partir de la teoría de la trinidad imposible, es francamente difícil de resolver, traduciéndose con toda probabilidad en una devaluación de la divisa. El objetivo evidente de dicha devaluación es la mejora de la competitividad de su economía, especialmente de su sector manufacturero, que ha sido el auténtico motor económico y el que, a su vez, más se ha visto dañado en los últimos meses.

Sorprendidos y fascinados por sus elevadísimas tasas de crecimiento durante los últimos lustros, desde occidente obviábamos que se trataba de un crecimiento problemático que generaba importantes ineficiencias y desequilibrios globales. La potencia de su sector exportador se ha visto afectada negativamente por el incremento de los costes de producción, por la imagen negativa de sus productos en los mercados internacionales y por la caída de la demanda global, por lo que el comercio chino no podía crecer exponencialmente de forma permanente, y, por supuesto, no podía mantener sine díe sus costes laborales sin tener que recurrir al artificio del tipo de cambio para recuperar competitividad. Este modelo manufacturero-exportador, unido a una agresiva actividad inversora, ha provocado de forma paralela una clara inflación del precio de los activos económicos y financieros, que está sirviendo como detonante del estallido de la burbuja bursátil e inmobiliaria generada en la última década, y que, a su vez, ha sido acelerada por la intensa actividad crediticia. Una actividad crediticia que ha hecho visibles los niveles de sobreendeudamiento de los agentes económicos, y que, consecuentemente, limita el cambio estructural de su modelo de crecimiento por el que abogan muchos economistas: pasar de un modelo inversor a un modelo basado en el consumo y la demanda de internos.

Esta situación incentivará la inestabilidad económica global y acentuará la guerra de divisas entre distintas áreas económicas. Una guerra de divisas que se empezó a evidenciar tímidamente a principios del presente año con el caso del franco suizo, y que ahora encuentra justificaciones ante las dificultades de una economía que ha venido explicando al menos la mitad del crecimiento mundial en los últimos 15 años. Y el paso a una guerra de divisas abierta, riesgo que no podemos descartar, obligaría a establecer mecanismos de protección económica en cadena en distintas áreas económicas del mundo. La situación solo puede analizarse desde el punto de vista global. Sus efectos no pueden plantearse en términos lineales o bilaterales: necesariamente han de abordarse con la complejidad que merecen. Su ciclo económico nos afecta a todos de forma clara y contundente, incluso en áreas de facilidad monetaria y de bajo riesgo inflacionario como en la que se ha convertido la UEM. Financieramente trasladará su inestabilidad a la economía y a los mercados globales. Y desde el punto de vista de la economía real, el retroceso de su capacidad de demanda de materias primas va a afectar de forma drástica y negativa a muchos países emergentes, como puede ser el caso de Brasil. Por su parte, el deterioro de los activos bursátiles y el retroceso de las inversiones en infraestructuras dañarán a las economías de los países más ricos. Nos aproximamos, por tanto, a una nueva etapa de inestabilidad global que vendrá a reactualizar la de la última crisis, poniendo de manifiesto que aquella ya es inherente al modelo de pagos internacionales actual, un modelo caracterizado por la desregulación, la liberalización y la prevalencia de los mercados financieros frente a los flujos económicos reales. O establecemos un marco regulador cierto, estable y mucho más equitativo para los flujos económicos y financieros, con incluso mayor alcance y relevancia relativos que el de Bretton Woods, o haremos de la inestabilidad una enfermedad crónica que agravará la desigualdad, la pobreza, la inestabilidad política y el expolio medioambiental en el mundo. Esto no se resuelve con la incorporación del yuan a la cesta de monedas del FMI.

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