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El Foco
Tribuna
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Reflexiones para una reforma

De nuevo cobra impulso el debate sobre la necesidad, que no oportunidad, de una reforma de la Carta Magna. Ha sido esta, la de 1978, la mejor de las Constituciones, la que nació desde el entusiasmo, la ilusión por la democracia. Con el consentimiento y conocimiento de todos, casi todos. Ni 1812, ni 1931 que son, con esta, las que despertaron a una sociedad que tiene que protagonizar su presente y por supuesto su futuro, han supuesto ni significado lo que la de 1978 ha marcado y marca, pese a sus carencias, pese a sus ambigüedades, y a veces calculadas indefiniciones de un estado autonómico que estaba simplemente por hacerse y escribirse. Nada es sagrado más que la vida. Un texto constitucional puede reformarse, puede cambiarse, también sustituirse por uno nuevo.

Quiérase o no ha cobrado una buena dosis de centralidad, tal vez, cómo no, empujado por las tensiones periféricas, significativamente, Cataluña. El encaje. El dichoso y archifamoso encaje como si el mismo fuese una panacea que resolviese ni siquiera se sabe cuántos problemas. Parece ahora mismo que no hay otro tema, otro debate. Opiniones y columnas. Políticos y creadores de opinión hablan una y otra vez. Nuevos tiempos, pero tiempos todavía no pentagrameados. Partituras sin música. Instrumentos desafinados. Pero, ¿qué piensa el ciudadano si es que alguien en verdad osa preguntarle? Salir de la crisis. No quiere ni anhela otra cosa. Decía aquel presidente que capitaneó la gran reforma política y constitucional de esta democracia aquello de hagamos normal lo que a nivel de calle es normal. Nadie en la calle habla de reformar ni cambiar el texto constitucional. La cocina es de los partidos. Cambiar y aprender las lecciones de esta crisis de valores, económica, social, y sobre todo, en estos momentos, política. Algo se ha diluido, erosionado: la confianza; la credibilidad. Y mientras esta no se repare, recupere, lo demás, simplemente sobra.

No es la primera vez que se habla de reforma y crisis constitucional. Viene siendo algo cíclico en los últimos años. Recurrente. Cansino. Se sabe qué se debe y qué se tiene que reformar. Pero se prefiere amagar. Unos y otros. Inmovilistas y rupturistas, reformistas y regeneradores. Algunos lo ciñen a los viejos partidos, socialistas y populares, y a los emergentes, Podemos y Ciudadanos. Pero es un pueblo el que decide, y son todos sus partidos. No nos equivoquemos en esto. Es cierto que para algunos el que haya reforma o nuevo texto incluso no alterará lo más mínimo sus pretensiones ni demandas ni tampoco su solaz escapismo secesionista.

Es la España que vuelve, la de siempre, la de sacristía, cada vez menos, y frascuelo, cada vez mucho menos. Dejemos la demagogia y el populismo al mismo nivel, el de la irrelevancia y el del silencio. Hagamos, construyamos, erijamos un nuevo marco constitucional o uno reformado, pero de calado. No valen parches. Ni parcelarlos a cuatro puntos como fue objeto en 2006 de consulta ante el Consejo de Estado. Abierta la puerta de la reforma debe tenerse en cuenta y marcado claramente por sus protagonistas antes de que el pueblo refrende en referéndum dónde se quiere llegar y hasta donde se está dispuesto a llegar y cómo participará la sociedad.

Hemos entrado en un ciclo político en España. Un cambio generacional más limpio se abre paso

¿Acaso el ciudadano tiene entre sus preocupaciones que se reforme o no la Carta constitucional?, la que pueda reformar las Cortes, y, sobre todo, un irrelevante Senado, al menos en las funciones que ha tenido en estos treinta y siete años, que enumere las competencias o no del Estado, de las Autonomías, la que concilie unidad de España con las aspiraciones más allá del federalismo asimétrico de quién no quiere la paridad y sí el privilegio y la diferencia. La que incluso replantee abiertamente la forma de Estado y no lo haga en un paquete cerrado como se hizo en la transición. La que permita despolitizar todas y cada una de las instituciones. La que por primera vez en España logre una división de poderes y no la pantomima en que nos hemos instalado. Eso sí, consentido por todos.

Algo se ha diluido: la credibilidad. Y mientras esta no se repare, recupere, lo demás, simplemente sobra

Es erróneo afirmar que el impulso de la política solo puede venir de la mano con una reforma constitucional. El diagnóstico no es ese, ni tampoco los síntomas de una ausencia clamorosa y pasmosa de la acción política en no pocos ámbitos. El impulso ha de ser constante y continuo. Como la acción de Gobierno cualquiera que sea la arena política y electoral. Algunos quieren ver los problemas del hoy en la rigidez y pétrea redacción de 1978 anclada en el inmovilismo. Como también en el diseño inicial. O para solucionar el independentismo catalán y vasco. Con estos mimbres ya se redactó la presente, la misma que colmaba las aspiraciones de los nacionalistas de aquel entonces. Treinta y siete años no es un mundo ni una atalaya inhóspita. Nada impide una reforma, pero tampoco que la misma sea al albur o en base a que sin ella no hay seguridad jurídica. Esta es la que es. Un país dado a escasez de éticas y seguridades nimbeas. ¿Ilusionará al ciudadano una reforma constitucional? Sencillamente, no. La ilusión no viene ni vendrá por esta vía si antes no se recupera la confianza y la credibilidad en la política y en las instituciones, y máxime en quienes lo protagonicen. ¿Quiénes serán sus autores? Hemos entrado en un nuevo ciclo político en España. Un cambio generacional y aparentemente más limpio y ético se abre paso. Lo hace lentamente. Las ideas han quedado de momento esquinadas, aguijoneadas y espoleadas por los embates de la corrupción, el conformismo, la desidia y la negligencia con que políticos y sociedad, ambos, se han abrazado al relativismo, la superficialidad, la mediocridad y la mentira. Los partidos reaccionan ante una sociedad que exige más, que quiere regeneración y cambios, que cohonesta la ética con la transparencia, la ejemplaridad con la credibilidad y la confianza en las instituciones.

La próxima legislatura será la de la reforma constitucional. Un Parlamento que albergará una representatividad más fiel de la sociedad y con más partidos probablemente que nunca, aunque algunos obtengan una mínima representación. Y que exigirá más allá de difíciles mayorías para gobernar, oportunidades para dialogar, para hacer, para construir. Pero ¿qué reformar, qué modificar? ¿Por quién y quiénes? Y sobre todo, ¿con qué alcance? Estos son y serán los grandes interrogantes.

Abel Veiga Copo es profesor de derecho mercantil en Icade.

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