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El Foco
Tribuna
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Patética sinfonía

Según el calendario juliano, que a la sazón regía en Rusia, el 16 de octubre de 1893 Chaikovsky dirigió en San Petersburgo el estreno de su última obra acabada, la Sexta Sinfonía, op. 74, dedicada a su sobrino y que se conoce con el sobrenombre de Patética por sugerencia de Modest, hermano del compositor. Nueve días después del estreno, Chaikovsky falleció repentinamente sin disfrutar del éxito que desde entonces acompaña a esta extraordinaria sinfonía, a la que él mismo consideraba “que es con mucho la mejor de todas mis obras y, sobre todo, la más sincera”; una pieza que forma parte de la historia de la música, innovadora en su estructura, premahleriana en el lento adagio final, profunda, hermosa como pocas, estremecedora como si fuera el réquiem del mismo autor que, según sus propias palabras, la amó “como nunca he amado a ninguna de mis otras criaturas musicales”.

No sé si disfrutar de cuando en vez con la Patética es la mejor opción musical para estas vacaciones: probablemente sí; quizás no. Al fin y al cabo lo importante cuando de música se trata, como ocurre en general con las bellas artes, es lo que te pueda provocar, lo que sentimos cada uno de nosotros cuando escuchamos una canción, contemplamos un cuadro, paseamos por la veneciana plaza de San Marcos o nos enfrascamos en la lectura de un libro.

Lo patético es casi siempre algo que conmueve en demasía y que –como la propia sinfonía Patética– agita nuestro ánimo y, en ocasiones, nos infunde melancolía o tristeza, y como hemos derramado tantas lágrimas no están los tiempos para seguir llorando, claro. Sin embargo, según otra acepción del diccionario, lo patético resulta muchas veces grotesco y produce vergüenza ajena: por ejemplo, la actuación de algunos dirigentes políticos o empresariales, de esas personas que se creen líderes insustituibles y carismáticos por encima del bien y del mal... y de todos sus semejantes. La razón última de esta sinrazón, seguramente, puede estar en que algunos mandamases deben tener algún problemilla en el también llamado nervio patético que, como es sabido, se ubica en el mesencéfalo y controla la motricidad del músculo oblicuo mayor del ojo; en caso de que el nervio se paralice, puede provocar estrabismo divergente o doble visión, con la consecuencia inmediata, claro está, de que los afectados perciben una realidad distorsionada y falsa. Precisamente por eso, conviene seguir insistiendo, erre que erre, luchando con nobleza y argumentos contra quienes oprimen y dando la lata a los que dicen llamarse responsables para que actúen en consecuencia y dejen de inventarse “verdades”.

Es notorio que hemos iniciado en España una senda de crecimiento que parece sostenida; es cierto que el mercado laboral comenzó a recuperarse en 2014, pero no mentimos si decimos que nuestra tasa de desempleo es vergonzosa, impropia de un país desarrollado, y patética si consideramos el desempleo de los jóvenes; que el riesgo de pobreza relativa en la infancia es de los más altos de Europa y que, por ejemplo, el sueldo medio acumula tres años de bajada y estamos ya en 22.606 euros... Con estos datos, y a pesar de que se nos vende crecimiento, crecimiento y crecimiento, ningún gobernante y ni un solo empresario puede estar satisfecho: la corrupción, el paro y la desigualdad pesan demasiado y no dejan ver la tan cacareada recuperación. La desconfianza nos abruma y se resiste a abandonarnos. Los dirigentes se han olvidado de lo que Montaigne llamaba el testimonio de la conciencia, “un cierto no se qué de congratulación en obrar bien que nos alegra interiormente”. Esa rara avis no se prodiga en el mundo político, ni en los partidos, que sean cuales fueren están empeñados en aparentar, en fabricar sueños y, desafortunadamente, en incumplir promesas. Los políticos son incapaces de ilusionarnos siquiera con utopías, una esperanza consecutivamente aplazada según Caballero Bonald.

Pero tampoco podemos olvidar la importancia de la empresa (y de sus dirigentes) en nuestro mundo. Hay que recordar, una y mil veces, que la empresa es un proyecto común, hecho entre personas, que persigue determinados objetivos (producir bienes y prestar servicios, que es su finalidad esencial) con algunas otras exigencias básicas: dar resultados positivos, crear empleo, ser eficiente, innovadora y competitiva. La nueva racionalidad impone que, además, todo eso se haga en un escenario mucho más humano y habitable donde se ensamblen y se conjuguen, sin estorbarse, las variables duras y blandas del llamado management empresarial. Aunque nos empeñemos muchas veces en lo contrario, no podemos confundir progreso/crecimiento con velocidad, so pena de fracasar sin remedio y, de paso, estrellarnos. La empresa es una institución relativamente moderna y para hacerse adulta (del latín adolecere, crecer) tiene que ser capaz de cumplir sus obligaciones, es decir, hacer todos sus deberes y conseguir que la desigualdad no se instale en su seno. Como partícipes del desarrollo y del progreso y protagonistas principales de su tiempo, hoy las empresas tienen que comprometerse, dar respuesta a las demandas ciudadanas y ser responsables, más allá (y además) de cualquier consideración jurídica y legal; las instituciones tiene que compatibilizar y aunar tal exigencia con el crecimiento sostenible y el desarrollo humano. La empresa ni puede ni debe sustraerse a las exigencias de nuestra época, a su participación en proyectos colaborativos o en los que fomenten la educación, en dar respuesta a las legitimas demandas de los ciudadanos. Se abren paso con más fuerza que nunca las áreas de compliance en las grandes empresas; la necesidad en todas de cuidar la reputación, velar por la transparencia y rendir cuentas, que además de generar credibilidad es una obligación y nunca un descrédito. “La ética ya cuenta como un activo”, escribe Miguel Ángel García Vega en El País. En su ultima encíclica, y a este respecto, escribe el Papa Francisco, que solo podría considerarse ético un comportamiento, “en el cual los costos económicos y sociales que se derivan del uso de los recursos ambientales comunes se reconozcan de manera transparente y sean sufragados totalmente por aquellos que se benefician, y no por otros o por las futuras generaciones”. Es tiempo, aunque estemos de vacaciones, y a lo mejor también por eso, de ponernos a la tarea.

Juan José Almagro es Doctor en ciencias del trabajo y abogado.

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