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El Foco
Tribuna
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Tsipras, entre el autoengaño y la hoja en blanco

El 18 de abril de 1951, día de la firma del Tratado que instituye la Comunidad Europea del Carbón y del Acero. Rodeados del moblaje imperial francés en el Salón del Reloj se dan cita, además del anfitrión y ministro de Exteriores galo, Robert Schuman, los representantes de cinco Estados más. El alemán Adenauer, el italiano Carlo Sforza, el belga Van Zeeland, el luxemburgués Joseph Bech y el holandés Dirk Stikker.

En su libro Le Passage à l’Europe (Ed. Gallimard), Van Middelaar explica cómo hasta bien entrada la madrugada anterior han estado discutiendo los mil detalles de una iniciativa política pionera en el continente. Son tantos los puntos debatidos que en el momento solemne el texto no está listo. Schuman y los demás optarán por una solución simple: fiarse de lo acordado a altas horas de la madrugada y firmar un papel en blanco. Así nace la Comunidad. Con un folio sin nada escrito y seis firmas que ligan jurídicamente el destino de seis naciones históricas.

Un momento anecdótico, pero que ilustra como pocos la especificidad de la construcción europea. La historia de los últimos 60 años no es más que una repetición de ese momento fundacional, de ese salto al vacío. En particular, durante esos momentos de crisis donde la ruptura ha parecido tan plausible que solo la confianza, el liderazgo, el sacrificio encubierto y la imaginación política en petit comité han servido de boya frente al naufragio.

Más allá de la pregunta y del contexto del referéndum celebrado en Grecia este domingo, la osadía de Alexis Tsipras ha sido la de intentar justificar otro tipo de salida a la de la hoja en blanco. Rechazar el acuerdo intramuros entre gentlemen y enarbolar la bandera del pueblo y de la soberanía popular. Por sus convicciones éticas e ideológicas, probablemente. Por interés y cálculo político en su casa, seguramente. Y también para intentar responsabilizar a una sola nación de un destino que hace ya mucho ha dejado de pertenecerle en exclusividad. Y es en ese tercer punto donde él, y los demás acólitos del Eurogrupo, siguen errando una y otra vez.

La falla del primer ministro heleno es la de pretender que el futuro de Grecia reposa únicamente en las manos de los griegos. Al igual que la –circunstancialmente– poderosa Alemania se cree que sigue gozando en exclusividad de su devenir político, económico y social. Ese es el elefante en el salón. El problema de las interdependencias, esa realidad globalizada que establece un vínculo entre la recuperación de la economía alemana y el boom inmobiliario español. La misma realidad que liga el gasto en defensa griego a la paz social en las fábricas de armamento del norte francés; la misma que traza una línea entre el gasto público en sanidad en países escandinavos y el fenómeno de turismo sanitario. La misma que establece una relación entre una política fiscal competitiva a nivel internacional como la belga y la disminución de la recaudación pública en casa del vecino francés. Y obviamente, la misma realidad globalizada que establece un vínculo de dependencia entre marcar una determinada política de ajuste económico y la percepción de que dicha agenda se cumple, creando un marco de estabilidad y proyección para las dinámicas bursátiles.

En este sentido la crisis europea que más se asemeja a esta no es la del otro referéndum fallido en 2004, cuando Francia votó no al tratado que establecía una Constitución para Europa. Al contrario, la crisis que mejor sirve para entender la actual es la de la silla vacía, iniciada en junio de 1965 por un inflexible De Gaulle (interpretado por los 28 en este caso), incapaz de integrar en su acción política la pérdida ineluctable de soberanía frente a la progresiva integración y globalización cultural.

La incapacidad de encontrar una narrativa alternativa continental, democrática, al funcionamiento diplomático en la que se han ido escudando los Estados no es un desafío nuevo. La incapacidad de asumir los costes y las decisiones comunitarias es un mal crónico continental. Apropiarse del concepto de democracia europea provoca urticaria entre los primeros ministros, por la simple razón de que su legitimidad reposa en el marco territorial que propicia cada Estado-miembro, y no en la de sus vecinos respectivos. Una imposible ecuación que Dani Rodrik ha puesto de nuevo de moda con su trilema: soberanía, democracia y globalización, juntas, son en sí una contradicción. Un trilema que no es nuevo, pues Jacques Delors ya avisaba a finales de los noventa que la única forma de recuperar la soberanía perdida con la globalización, es ir hacia Europa. La integración no es perder poder, es ganarlo.

Una apuesta que significaría en el caso griego poner en el centro del tablero a instituciones que tienen una misión comunitaria, como la Comisión o el Parlamento Europeo, frente al omnipresente Consejo Europeo (una institución que por cierto hasta 2009 era una mera reunión informal). Una apuesta que supondría cuestionarse a fondo sobre las implicaciones de instrumentalizar referéndums en clave nacional para arbitrar políticas de índole continental, como se ha producido esta semana. Entre firmar una hoja en blanco o seguir huyendo a su casa cada vez que la realidad nos recuerda que Europa navega en un mismo barco hay una grieta intermedia por la que avanzar. Debe de haberla o la idea de Europa está más cerca del fin que del principio.

DÍdac Gutiérrez-Peris es Analista y Director de estudios europeos en el instituto Viavoice (París). Autor de ‘Europa, Europa: en busca del voto perdido’. @didacgp

 

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