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Tribuna

Liturgias parlamentarias

Una vez más, el costumbrismo dialéctico, falsamente dialéctico y no retórico, asomó por el hemiciclo. Una constante, permanente, en algo que pretende ser a priori un debate, pero que dista mucho del significante y se enmaraña más en la confrontación a modo de unísonos soliloquios. Visiones de un país tan antagónicas como en ocasiones antagónico se antoja este país, o así nos lo hacen ver los políticos. La sociedad civil, como se sabe, sigue en su letargia silente y a veces con ciertos retazos espasmódicos.

Acabó el debate. Mal llamado debate, porque no lo hubo. Soliloquios henchidos de demagogia y de batería inabarcable e inequitativa de datos, promesas, reproches. Dos países, pero en realidad dos visiones distintas de un mismo país. Cansino espectáculo que se repite una y otra vez en la historia de este debate en nuestra democracia. Sobra esperpento y falta voluntad de hacer algo verdaderamente edificante, proactivo. Interesante y, sobre todo, útil. Pero este debate apuntaba intrínsecamente a despedida. El último de un tiempo político que, de un modo u otro, toca a su fin. Final de etapa. De ciclo, pero, sin embargo, no de formas. Todo se verá y andará. Lomos de mula vieja machadianos en el camino polvoriento de una España que empieza a desperezarse de su letargia.

El duelo mediático estaba servido y bien azuzado de antemano. Mariano Rajoy versus Pedro Sánchez. Lo demás, sinceramente, no ha interesado mucho. Y lo que interesaría e interesará todavía no es ni está en el Congreso. No escamotearon entre ambos adjetivaciones y contundencia en sus aseveraciones. Algunos columnistas llegaron más lejos y tildaron las intervenciones como narcisismo. Quién escucha y quién está dispuesto a hacerlo es un viejo interrogante en este solar patrio anodino, irreflexivo y donde se escucha, por antonomasia, poco al otro, incluso si es adversario, máxime si ni siquiera lo es. Un país muy distinto para unos y para otros. Tema cansino y desmadejado este que se repite al alimón cuando unos gobiernan y otros opositan. Se invierten mayestáticamente las tornas. Recurrentemente. El sino amargo de papeles estereotipados. Sin frescura, sin generar siquiera mínimos atisbos de ilusión y estímulo. Cánovas y Sagasta, el dúo decimonónico que hoy, al menos, se torna en dos partidos que se alternan, no en sus próceres, como es obvio.

Latía sin embargo en este mal llamado debate de la nación, panegírico de lo que unos hacen y otros reprochan sí o sí, sin miramientos ni condescendencia, un halo a despedida. Pero también a electoralismo. Promesas e intenciones las hubo en este sentido a raudales. De cara a lo nuevo. O a una próxima y aún tan ignota como ignara nueva legislatura en la que todo apunta que la apisonadora bipartidista de nuestra transición, fuere UCD versus PSOE, sea PP versus PSOE, dejará de serlo o, al menos, con la consistencia y contundencia conocidas. Los expectantes esperan impacientes sin ser, pero queriendo ser. El discurso del miedo se instala. No es la primera vez. Acuérdense del famoso dóberman a la desesperada y de mal gusto que en puertas a la victoria, primera, de los populares en democracia y en unas legislativas, azuzaban quienes iban a ser, a priori, desalojados como un vendaval del Gobierno. Los nuevos se frotan las manos de un botín que no han ganado aún y hacen cábalas, al tiempo que estiran demagogia y vacuidades simplistas y carpetovetónicas, baste, si no, algunas de las respuestas del señor Pablo Iglesias a las interpelaciones inquisitivas del presentador de un telediario y la noción, infumable todo sea de paso, que aquel espetó sobre los ricos. De Caracas, mejor no hablar, con o sin ambigüedades, como las de Monedero. Viva el concepto de casta, pero sobre todo si no afecta a uno mismo.

Es posible que estemos asistiendo, históricamente, a un cambio de ciclo en la vida política y partidista de nuestro país. Si sabemos abstraernos, empezando por nosotros mismos, probablemente seamos o podamos ser conscientes del mismo. Mientras, en el entreacto, entre rescates que no fueron, pero pudieron ser, entre eufemismos y ditirambos con que se bautizan convenientemente los términos, las medidas sociales, la acusación de patetismo o no de algunos que se lo juegan todo en su propio partido, transcurrió, por enésima vez, un debate que dicen que es del estado de la nación, pero donde cada uno arrima el ascua a donde más le conviene. Pero no critiquemos, es lo que es la política, la que hemos querido que sea, y veremos si sigue siendo.

 Abel Veiga es profesor de Derecho en Icade

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