No hay democracia sin división de poderes
Para que los ciudadanos de una organización política alcancen una verdadera libertad es indispensable que el poder del Estado se divida en varios poderes que sirvan de contrapeso y se frenen entre sí. Esta tesis, hoy constantemente recordada, se dio a conocer hace doscientos setenta años por el gran jurista francés Montesquieu en su obra El espíritu de las leyes.
La teoría no era absolutamente original. Muchos siglos antes, Aristóteles había mantenido de forma clara que el poder concentrado se convierte en tiranía. Para el Estagirita el ideal de gobierno debe ejercerse en tres ramas: la primera será el poder deliberante, es decir el legislativo, la segunda corresponde a la gestión administrativa y la tercera, la Judicatura, que ha de desempeñarse por magistrados independientes elegidos entre miembros del pueblo o de otra forma más selectiva.
Hay que reconocer que al citar la teoría de la división de poderes nadie recuerda al filósofo griego. Se atribuye indefectiblemente a Montesquieu, que tuvo el acierto de explicarla de forma inteligible. La doctrina es tan familiar que se ha llegado a decir que “Montesquieu ha muerto” para señalar que no es necesaria la separación indicada por el francés.
El verdadero nombre de Montesquieu era el de Charles Louis de Secondat con el título noble de Barón. Nacido en Brede, cerca de Burdeos donde se licenció en leyes. Fue un viajero incansable visitando toda Europa.
Sus ideas filosófico-jurídicas no se admitieron, en principio en su país. Su obra Las cartas persas no encontró editor en Francia y tuvo que publicarse en Amsterdam, donde se vendió “como panecillos”, según los libreros, y su texto El espíritu de las leyes, posteriormente muy divulgado, vio la luz en Ginebra.
Se trata de una extraordinaria obra de ciencia política que estudia la mejor forma de hacer las leyes, a las que el jurista define como “las relaciones necesarias que se derivan de la naturaleza de las cosas”. Todos los seres tienen sus leyes, la divinidad, los animales y los propios hombres.
Es famosa su frase “los jueces son la boca que pronuncia la ley”, a lo que añadía que “todo estaría perdido si la misma persona, el mismo grupo de nobles o del pueblo ejerciera un único poder que se convierte en despótico”.
Para no caer en el absolutismo, ha de encomendarse a personas o grupos distintos y articularse de tal suerte que la ley sea cumplida en cualquier circunstancia, aunque hayan de declararse ilegítimos los actos del gobierno. “Cuando los poderes están unidos en el mismo cuerpo, no hay libertad. Puede temerse que el monarca o el Senado promulguen leyes tiránicas para hacerlas cumplir por la fuerza. Asimismo, si el poder judicial se une al legislativo, el juez sería el legislador pudiendo dictar leyes injustas y en la unión con el poder ejecutivo el juez tendrá la violencia de un opresor”.
Parece que esta teoría tampoco era nueva en su época. Decía Tierno Galván que todos los teóricos europeos de su tiempo estaban impregnados de ella, pero la realidad es que solo el Barón de Secondat supo dar a la doctrina orientación precisa, hoy incluida en todas las modernas Constituciones, aún reconociendo las dificultades que existen para mantener en la práctica la tan invocada separación absoluta de los tres poderes.
Algunos tratadistas contemporáneos han analizado con escepticismo los postulados de Montesquieu, entre ellos George H. Sabine, quien consideraba encomiable que aborreciera el despotismo, pero a su juicio sus fórmulas eran “generalizaciones apresuradas”. Define la ley de una forma vaga y sus tesis contienen una cierta contradicción: tras proponer el equilibrio y la igualdad de todos los poderes, concede supremacía al legislativo lo que hace que su dogma tenga el suplemento de un privilegio, al crear excepciones.
Sea o no original y aunque su doctrina no sea perfecta, debe reconocerse que el gran jurista expuso de forma clara y con rigor lo que creía la forma óptima de organización política. No hay democracia sin división de poderes, hay que actuar de acuerdo estrictamente con lo que la ley permite y esto no solo es un principio político, sino la exigencia de un democrático sistema social.
Guadalupe Muñoz Álvarez es académica correspondiente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación.