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Tribuna
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'New Year resolutions'

Así llaman los anglosajones a ese cúmulo de propósitos y buenas intenciones que todos nos fijamos durante Navidades de cara al año entrante. Ya se sabe: hacer más deporte, adelgazar, mejorar la figura, quedar una vez al mes a comer con los amigos, aprender (¡este año, sí!) inglés, hacer caso a los libros de autoayuda y un largo etcétera. Generalmente, estos objetivos coinciden sospechosamente con los del año anterior y, estos, con los de su anterior, algo que nos arroja mucha luz sobre su grado de cumplimiento.

Pero como somos animales de costumbres, tendemos a repetir nuestros esquemas mentales y de comportamiento. Esto también tiene su lado positivo: olvidamos pronto aquellas metas que no alcanzamos, sin que nos suponga demasiada frustración y seguimos durmiendo a pierna suelta.

En las organizaciones y compañías sucede lo mismo: al inicio de cada nuevo ejercicio fiscal nos proponemos nuevos objetivos de mejora y desarrollo, rellenamos a fondo los formularios de evaluación del desempeño y marcamos en rojo las metas colectivas.

Quizá deberíamos ser, por un lado, más realistas y, por otro, más valientes y revolucionarios. Más realistas para descartar objetivos inalcanzables. Pero, también, sobre todo, más valientes. Seamos realistas, pidamos lo imposible. ¿Por qué no, simplemente dos objetivos como los siguientes?:

1. Mayor rotación: durante muchos años hemos vivido bajo el mantra de mantener a toda costa bajo el nivel de rotación en nuestras empresas. Empecemos por distinguir entre rotación no deseada y rotación deseable. En estos años de dictadura del headcount - qué mal suena en español el término “cabezas” cuando hablamos de personas: debe de haber algo de Robespierre en el subconsciente de la dirección financiera - nos hemos acostumbrado, tristemente, a hacer tabla rasa, empezando, casi siempre, por las “cabezas más baratas” (sic), con independencia de que esto fuera justo o no.

Las organizaciones necesitan rotación. Mucha más rotación. Es cierto que ello implica un cierto coste, pero tan dañina es una tasa elevada de rotación no deseada como una rotación casi inexistente. Las empresas necesitan aire fresco, gestión del cambio, innovación, creatividad, cuestionarse a sí mismas. Y esto no se logra cuando las entradas y salidas se cuentan con los dedos de la mano. Por supuesto, el rígido marco laboral español no ayuda. Y no es casualidad que, en vez de pensar en nuevas alternativas profesionales, tantas personas en España se desayunen al llegar a la oficina consultando la indemnización que “me llevaría si me despidieran hoy”.

A lo largo de estos años tormentosos se han disparado dramáticamente las cifras de salidas involuntarias, a la vez que se han retraído, en la misma proporción, las salidas voluntarias. Todo ello recogido con gran precisión estadística.

Nos falta, sin embargo, un dato crucial, difícil de dimensionar, pero quizá el más relevante en este cóctel: ¿qué porcentaje de los empleados por cuenta ajena en España están francamente insatisfechos en sus puestos de trabajo?, ¿cuántos de estos empleados se encuentran en modo “trabajo lo justo y necesario, pero que nadie me pida ni un paso más”?, ¿cuántos simplemente no dejan sus posiciones actuales porque no hay ninguna otra opción y fuera hace mucho frío, con niños e hipoteca?.

Compilemos todas esas frustraciones personales y llevémoslas al terreno de la productividad en cualquier organización. Y, después, agreguemos todo ese tsunami de desencanto a nivel nacional.

¿Qué cifra porcentual – de dos dígitos – estará dejando de producir España como consecuencia de nuestra rigidez cultural y de nuestro sistema de relaciones laborales?

2. Meritocracia real: me perdonarán los académicos de la lengua al incluir una palabra inexistente en nuestro diccionario. Debe ser de los pocos vocablos no incorporados ya oficialmente. Quizá no es casualidad, como tampoco lo es que en España hablemos de “sangre, sudor y lágrimas”, cuando en realidad Churchill habló de “sangre, esfuerzo, sudor y lágrimas”. Nos hemos cargado nada menos que la palabra esfuerzo del imaginario colectivo, cortesía de la LOGSE y demás esperpentos educativos.

Tengamos más coraje y premiemos (con responsabilidades, promociones, bonus…) a los que, de verdad, trabajan más y mejor, más resultados consiguen, más beneficios aportan. Meritocracia significa Justicia, o lo que es lo mismo, tratar de distinta manera compromisos y desempeños diferentes. Eso sí, si queremos ser meritocráticos tendremos que prescindir de ese político que llevamos todos cuando nos anudamos la corbata.

Algo hemos avanzado cuando en la empresa se habla ya más de diversidad que de igualdad, pero no olvidemos que también en las organizaciones se cumple muchas veces el principio de Pareto (según el cual, gracias a un 20% de los profesionales se consigue el 80% de los objetivos globales).

Parece justo y no parece tan difícil. Feliz New Year’s revolution.

Javier Mourelo es Diector de Personas y Talento de Clifford Chance

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