El comunitarismo ha muerto
Europa ya tiene una unión bancaria, lo que representa, sin duda, una buena noticia. Esta unión se compone en esencia de tres piezas: el mecanismo único de resolución (SRM) que será quien decida cuándo y cómo se cerrará ordenadamente, o rescatará, un banco fallido; la supervisión única (por fortuna firmemente en manos del Banco Central Europeo, que llevará a cabo, obligatoriamente, la inspección de las entidades de los países de la zona euro y de aquellos otros que lo soliciten) y, por último, el sistema que financiará dicho rescate o reestructuración.
Es innegable que Europa, a pesar de la crisis del euro, la crisis de legitimidad y la agresión frontal de los Estados Nación a la Comisión, está avanzando de manera importante. Sin embargo, esta Europa avanza, y se desarrolla institucionalmente, de manera muy distinta de como lo había hecho hasta hace bien poco. A modo de ejemplo ilustrador del profundo cambio de diseño, veamos cómo en el seno del SRM, las decisiones van a ser tomadas por un Consejo compuesto por un director, cuatro ejecutivos y un representante por país (desde 18 hasta 28, según cuántos de fuera de la zona euro se sumen). Las decisiones se tomarán por mayoría doble y reforzada: dos terceras partes de votos que deben representar el 50% de los contribuyentes de los fondos necesarios en la resolución del banco en cuestión. Aquellas decisiones que impliquen contribuciones mayores, y que contravengan legislaciones nacionales de los estados miembros, deberán pasar por las cámaras legislativas nacionales.
Esto es claramente un bofetón de “intergubernamentalismo” para los europeístas clásicos que proponían delegar la decisión en la Comisión Europea -es decir, proponían una solución “comunitaria”-. La única concesión, a ésta última: si la Comisión protesta la decisión tomada por el Consejo del SRM y, muy importante, el Consejo Europeo aprueba esa protesta por mayoría simple, entonces se vuelve a empezar.
Ésta es la manera en que ha avanzado Europa desde mediados de los 2000. El Consejo Europeo -los países miembros- ha dejado de ceder a la Comisión, o a otras agencias europeas, la toma de decisiones. Las nuevas instituciones europeas, desde el regulador energético (ACER) hasta el mecanismo europeo de estabilidad (MEDE/ESM), marcan el rumbo: todas son instituciones cuyo máximo órgano de decisión es un consejo con representantes de los países miembros que toman decisiones por unanimidad o súper-mayoría. En estas instituciones, una vez tomada la decisión, la ejecución recae en un secretariado especial o en la Comisión. Es decir, la Comisión no tiene potestad para decidir y los órganos de decisión creados no permiten a los grandes países miembros ser contradichos.
Sí, Alemania, se ha salido con la suya. La decisión, del verano de 2012, del BCE de crear el programa de compra de deuda de países en crisis (el OMT) ejemplifica lo que no quiere Alemania -ni cualquier otro país poderoso en su lugar-. Aquella crucial y excelente decisión la tomó el BCE con la oposición de Alemania -su principal accionista-. Eso fue posible porque la toma de decisión del Consejo de Administración del BCE se diseñó bajo el paradigma de la Europa idealista: cada país un voto y mayoría simple.
Pero sería injusto decir que sólo Alemania no quiere ceder más decisiones a la Comisión. Tampoco al Gobierno de Francia le gusta que la Comisión le apremie a asumir más reformas estructurales, ni a España que le impongan condicionantes. La verdadera diferencia entre los países miembros no surge en la voluntad de ceder soberanía, sino en si los países del centro-norte europeo deben ayudar económicamente a los del sur.
El problema de este nuevo paradigma es que, en él, nadie piensa verdaderamente en términos europeos. Es un sistema que agrega burdamente intereses nacionales. Por tanto, el gran riesgo que corremos es que la unión bancaria no sea suficientemente eficaz. Pues no es casualidad que los ámbitos que mejor funcionan en Europa sean aquéllos claramente delegados a la Comisión. Así, la fragmentación del mercado energético, o de telecomunicaciones, -que tan vulnerables hace a todos los europeos- es resultado de que su integración regulatoria se rija por mecanismos intergubernamentales (no comunitarios).
Hoy no tenemos un mercado único de telecomunicaciones, ni de energía, porque los reguladores nacionales tienen la última palabra y éstos están anclados en su paradigma nacional, por lo que se resisten a ceder control a un ente paneuropeo.
Sin duda, estas nuevas instituciones no satisfacen a los europeístas antinacionalismos, pero este avance es mejor que ninguno. La política, también la internacional, es el arte de casar el querer y lo posible.
Ángel Saz-Carranza. Director, Center for Global Economy and Geopolitics, ESADE Business School