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Tribuna
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¿La virtud o el problema alemán?

Aunque el modelo exportador alemán viva un momento brillante -sus exportaciones superan a las de Francia, Italia y Reino Unido juntas-, su virtuoso superávit exterior dificulta la salida de la crisis a la castigada periferia europea.

El Fondo Monetario Internacional, el G-20 y Estados Unidos vienen advirtiendo de sus efectos negativos para la recuperación europea y los socios europeos han comenzado a desconfiar.

Y es que la vieja Europa se encuentra dividida en dos: de un lado, países históricamente deficitarios (Italia, España, Portugal y Grecia, que han mejorado su desequilibrio exterior básicamente por el desplome de la importación); y del otro, los países superavitarios (Holanda, Alemania y los escandinavos).

Para tratar de reducir esa fractura se ha aplicado la bajada de salarios o devaluación interna del sur, a la espera de que las economías del norte gasten, inviertan y suban sus salarios. Ahora bien, si economías como la española reducen sus costes laborales y la de Alemania no los aumenta, el reajuste es mucho más complicado.

La realidad es que la Unión Europea no vive su mejor momento: la Comisión espera su recambio, continuamos sin Gobierno alemán y, pese a algunos, la banca sigue despertando dudas. Para colmo, ese reiterado mensaje de que “lo peor ya ha pasado” podría estar en entredicho por el fantasma del estancamiento y deflación.

Las grises previsiones de Bruselas y la sorprendente actuación del BCE, con la reciente bajada de los tipos de interés, podrían evidenciar que de nuevo Europa haya pecado de optimista. Es innegable que en el mejor de los casos viene una larga temporada de estancamiento, paro elevado, escasa inflación (si se puede llamar inflación a mínimas subidas, e incluso caídas de precios)… una serie de síntomas peligrosamente japoneses.

La gran mayoría de analistas opinan que el BCE ha ganado tiempo, pero que si la situación se mantiene, no tendrá más opción que acometer otras medidas inexploradas: implantar decisiones extraordinarias y aprobar las mismas acciones que hace tiempo llevaron a cabo los demás grandes bancos centrales, con compras de activos o adoptando tipos negativos. Algo que Alemania “no quiere ver ni en pintura”.

El mismo comisario de asuntos Económicos y Monetarios, Olli Rehn, ha enumerado las recetas: subidas salariales, más inversiones en infraestructuras, incentivos a la inversión privada y liberalización de servicios.

Algunas fuentes comunitarias señalan que “la década pasada Alemania hizo sus deberes con la necesaria ayuda de un entorno de crecimiento del resto de Europa”. En estos momentos, la eurozona necesita estímulos en Alemania, y puede recordarle a Berlín que Merkel no ha hecho ni una sola reforma con esa finalidad.

Curiosamente, los grandes partidos alemanes ultiman medidas que guardan un extraño parecido con lo que quiere Bruselas para sellar la gran coalición: un salario mínimo y un empujón a las inversiones en infraestructuras, educación y energía.

La necesidad de ser más eficientes en el gasto no ha de impedir acabar con el círculo vicioso en el que nos encontramos: una demanda estancada que es incapaz de provocar lo que realmente se necesita en la economía. Es decir, estímulos y reanimación.

Sin un tirón de la demanda, no habrá crecimiento económico, no se reducirá el paro, no aumentarán los ingresos públicos, aumentará la morosidad y los bancos seguirán cerrando el grifo del crédito con el argumento de que no hay demanda solvente por parte de los prestatarios.

¿Acabará alguna vez la miopía de algunos?

Juan José Pintado. Profesor de Economía y finanzas del CEF, y autor del libro ‘El economista en casa’

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