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Tribuna
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La felicidad erosionada

En la reciente encíclica Lumen Fidei el Papa Francisco declara: “Sin un amor fiable, nada podrá mantener verdaderamente unidos a los hombres. La unidad entre ellos se podría concebir sólo como fundada en la utilidad, en la suma de intereses, en el miedo, pero no en la bondad de vivir juntos, ni en la alegría que la sola presencia del otro puede suscitar”. El texto alude a la emoción del amor, y lo asocia a la aspiración universal de una convivencia feliz.

La convivencia civilizada se basa en aceptar e integrar la diversidad y la diferencia propias de una sociedad compleja. Ello es posible porque la comunidad de intereses a favor de un destino común cohesiona la sociedad, y desencadena sentimientos agradables de pertenencia y unidad de propósito en sus individuos. Este enfoque del capital social se asienta en el principio de que los otros (y su felicidad) son causa de felicidad compartida activada por la contagiosa emoción del amor, que a su vez motiva la benevolencia en las relaciones interpersonales.

No obstante, tal y como explicó Adam Smith en su Teoría de los sentimientos morales, el crecimiento económico y su bienestar material son posibles sin amor ni benevolencia, dado que cualquier sociedad “pudiera sostenerse a través de un intercambio mercenario de buenos oficios”. De este modo, una sociedad de sola propiedad y mercado puede resultar integradora exclusivamente por la conveniencia pecuniaria, pero privando de la felicidad que producen el amor y el ejercicio de la benevolencia. Otras emociones antisociales, como la ira y el odio, pudieran desactivar la prosperidad económica de la sociedad comercial siempre y cuando, además de la ausencia de benevolencia, aparezcan disputas por la felicidad acrecentadas por la envidia y conducidas por la malevolencia.

El Papa y Smith apuntan en una misma dirección, pero discrepan en un aspecto fundamental. La sociedad sin amor de mercenarios comerciales es inviable porque no une a los individuos en un destino común, sostiene el Pontífice. Al contrario, Smith piensa que tal sociedad es menos feliz, o poco feliz, pero sostenible a largo plazo. Sin embargo, ambos han de estar de acuerdo en que evitar todo aquello que genere y propague emociones antisociales favorece tanto la economía como la cohesión social. La malevolencia es una causa principal de infelicidad social, por el colapso económico que produce y porque destruye los puentes psicológicos que unen a las personas.

De los numerosos estudios sobre la felicidad puede extraerse una síntesis de sus principales variables explicativas en las sociedades occidentales actuales: (a) la salud, la familia y la amistad, interrelacionadas a través del altruismo recíproco y la saludable psicología positiva de la alteridad; y (b) vivir en una sociedad de oportunidades, en la que abunden la libertad y la seguridad, el empleo y las posibilidades de promoción social. La regulación del juego social de la felicidad, que incluye lo anterior, depende de la existencia de sistemas integradores de proyectos de destino común, entre los que cabe destacar la política, la economía y la religión. Estos sistemas además contribuyen a producir felicidad directamente a través de la identidad y la autoestima de las personas, siempre y cuando estructuren valores y creencias prestigiosos.

Contemplando en la sociedad española una creciente decepción y pérdida de confianza en los tres sistemas mencionados, cabe señalar que este proceso coincide con el abrupto descenso cuantitativo producido en su indicador de felicidad-país, recogido en el Informe sobre la felicidad en el mundo 2013 publicado recientemente por la ONU. En dicho estudio se aprecia que España registra el sexto mayor retroceso mundial en la felicidad durante el último quinquenio coincidente con la crisis económica. Sin embargo, las causas de esta erosión de la felicidad hay que buscarlas no solo en los problemas económicos generales, sino también en sus antecedentes y en la gestión política de la propia crisis.

Por más que se esté haciendo “lo que hay que hacer”, parafraseando al Presidente del Gobierno en declaraciones de este verano, muchas decisiones políticas que se han venido adoptando, y sobre todo tal y como se han adoptado, son radicalmente incompatibles con la felicidad. Es el caso, por ejemplo, del elevado crecimiento de la presión fiscal real, concentrado especialmente en la clase media; así los severos recortes en políticas sociales y educativas, o las incertidumbres creadas en torno a la jubilación, las pensiones o la sanidad; una reforma laboral que supone un claro retroceso en los derechos de los trabajadores sin que se vislumbre compensación alguna, o el rápido encarecimiento de los productos básicos con precio regulado. Todo ello dentro del empobrecimiento general fruto del pinchazo de la burbuja financiero-inmobiliaria, un elevadísimo desempleo y la consecuentemente drástica reducción de oportunidades.

La crisis y su gestión política no sólo han erosionado la felicidad por sus consecuencias directas en las personas, sino que además están contribuyendo indirectamente a generar infelicidad a través del resentimiento y la envidia, porque las medidas lesivas que se adoptan en la economía y la política se toman dentro de una larga etapa, iniciada antes de la crisis aunque acentuada con ella, en que no dejan de aflorar a la luz pública actuaciones escandalosas de dirigentes, económicos y políticos, que hastían a los agraviados ciudadanos porque advierten sobre la impunidad de quienes ostentan el poder.

La desigualdad fraudulenta termina por quebrar la economía y la cohesión social en cualquier sistema político, porque además de inhibir el sentimiento de unidad y confianza ante un destino común, propicia lo que es aún más grave: el arraigo de emociones antisociales, y con ellas el proceso erosivo de la felicidad y de la propia sociedad.

José Luis Herranz Guillén es economista y Raúl Herrero López, físico

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