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El Foco
Tribuna
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Independencia versus política

La reciente y controvertida designación de los miembros del consejo de la flamante Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia (CNMC) ha avivado nuevamente el debate en torno a la tensión que existe entre los requisitos de independencia e idoneidad y la influencia de la política en esta clase de nombramientos. En un interesante artículo publicado en El País el día 12 de septiembre de 2013, los profesores Antonio Cabrales, Juan José Ganuza y Gerard Llobet sostienen, a este respecto, que “el papel de un consejero en un organismo regulador no debe ser la interpretación de la voluntad popular, sino que debe actuar de acuerdo con criterios puramente técnicos”. A nuestro juicio, tal aserto debe ser matizado.

Como es sabido, la idea que subyace a la creación de organismos independientes es la de desvincular de la política cotidiana que se sustancia en las instituciones democráticas (gobierno y parlamento) la gestión de determinadas políticas públicas, que por su especial sensibilidad u otras razones se considera que deben permanecer ajenas a las vicisitudes de la política partidaria (no de la política en sí, porque, como fácilmente se comprende, no hay ni puede haber ninguna política pública que carezca de una dimensión intrínsecamente política). Se persigue una cierta neutralización partidaria (insisto: no política en sentido amplio) de determinados ámbitos de gestión pública.

Una buena regulación presupone ciertamente conocimientos técnicos, económicos y jurídicos

Ni la defensa de la competencia ni la regulación preventiva o ex ante de los servicios de interés económico general que se prestan en régimen de competencia es pura técnica. También es -y es ante todo- política, y de ahí que sea del todo habitual que en los correspondientes ámbitos especializados se hable con total naturalidad de “política de la competencia” o de “política regulatoria”. Una buena regulación presupone ciertamente conocimientos técnicos, económicos y jurídicos altamente especializados. Pero ello en modo alguno soslaya la dimensión eminentemente política de toda regulación. En cualquier opción regulatoria se manifiesta una opción política. Por ello, se yerra de raíz si se asocia a la conveniencia de desvincular determinados ámbitos de gestión pública del espacio natural y legítimo que corresponde a la política partidaria en las instituciones democráticas la idea de que tales ámbitos son y deben ser, por tanto, políticamente neutros. La tarea regulatoria no es ni puede ser nunca, por definición, políticamente aséptica. No hay que confundir neutralidad partidaria con neutralidad política, ni está reñido por esencia el ejercicio de una opción política con una toma de decisión adecuadamente fundada en conocimientos especializados de carácter técnico, económico o jurídico.

Esta dimensión política de la regulación resulta evidente en el plano de la producción normativa o en el ejercicio de la función consultiva en el marco del proceso de elaboración de normas. Por el contrario, pudiera parecer que esa dimensión desaparece íntegramente cuando los organismos reguladores o de supervisión se limitan a aplicar la regulación o a ejercer potestades administrativas. Pero incluso aquí la dimensión política de la tarea regulatoria, aunque obviamente menor, no desaparece del todo. En primer lugar, los organismos reguladores también tienen atribuidas importantes potestades normativas. Pero además, no cabe desconocer que, incluso cuando los reguladores se limitan a aplicar la regulación, éstos siguen ostentando amplios márgenes de decisión en cuyo ejercicio intervienen inexorablemente consideraciones u opciones de política regulatoria.

No se debe ignorar, en este sentido, la particular estructura de las normas jurídicas que integran la regulación sectorial económica, caracterizada no sólo por la habitual complejidad técnica de la realidad regulada, sino también por otra serie de rasgos y características, tales como la escasa densidad normativa con la que la regulación suele programar las decisiones de los reguladores, el empleo profuso de conceptos jurídicos indeterminados, la atribución habitual a los reguladores de genuinas facultades discrecionales o, en fin, el carácter meramente finalista que la programación normativa presenta frecuentemente en el ámbito de la regulación económica, que conlleva la atribución a los reguladores de un margen de decisión mucho más amplio que el que suele comportar la tradicional programación normativa de las decisiones administrativas. La aplicación del derecho que realizan los reguladores no se agota en una mera tarea de subsunción del caso concreto en el supuesto de hecho de una norma. O lo que es lo mismo, las decisiones de los reguladores no suelen ser decisiones administrativas enteramente regladas, y de ahí que la dimensión política (que no partidaria) de la regulación económica impregne de modo ineluctable la mayoría de sus ámbitos de decisión, tanto cuando adopta normas como cuando aplica la regulación establecida en las leyes y normas reglamentarias del gobierno y la administración.

Pues bien, la dimensión política (y no sólo técnica) de la regulación económica implica de suyo que la legitimación democrática de la actividad de los organismos reguladores no puede surgir sólo de su indiscutible sometimiento al principio de legalidad. Por el contrario, precisa de una vinculación directa con las instituciones democráticas (gobierno y parlamento).

No existe mejor garantía de independencia que la competencia profesional y la reputación contrastada

Por ello, el verdadero problema que sufren en nuestro país las instituciones independientes (y entre éstas los organismos reguladores) no es en rigor, como suele pensarse, la politización, sino la partidización, esto es, la colonización e instrumentalización partidaria de estas instituciones, que tienden a anular su carácter contramayoritario (que es, sin embargo, su razón de ser), provocando en consecuencia el desmoronamiento de su imagen y prestigio y de la confianza de la ciudadanía en su buen funcionamiento.

En definitiva, el nombramiento de los máximos responsables de los organismos reguladores, que no puede tener lugar sino en sede política, no debe impedir (esto es, debe ser compatible con) la selección de personas idóneas, es decir, debidamente cualificadas y preparadas para el ejercicio del cargo. Este es el verdadero reto, por ahora lamentablemente insatisfecho, de los organismos reguladores (y, en general, de las instituciones independientes) en nuestro país. Pues no existe mejor garantía de independencia que la competencia profesional y la reputación contrastada de las personas elegidas.

Mariano Bacigalupo es profesor titular de Derecho administrativo de la UNED y exdirector del Servicio jurídico de la Comisión Nacional de Energía

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