Inmigración y empleo
Ana llegó de Bolivia trayéndose consigo un título en corte y confección y dejándose allí un bebé de cuatro meses y otro de dos años que, con el tiempo, consiguió reagrupar. Roberto lo hizo desde Argentina, con formación técnica en explotaciones petrolíferas y con su mujer psicóloga, con la que aquí tuvo dos hijos. Fátima desde el Senegal, con tres idiomas y un curso en secretaría de dirección. Aquí, Ana trabajó como asistente doméstica, Roberto, como auxiliar de handling, y Fátima, como teleoperadora. Ana trabaja en la economía sumergida, Roberto está en el paro y Fátima solo ha conseguido encadenarse desde hace 13 años a múltiples contratos temporales. En los próximos meses, los tres regresarán a sus países de origen.
Tres historias que representan una de las caras de los otros, los extranjeros, los inmigrantes, los recién llegados, de los que se dice que vienen aquí en busca de oportunidades, pero de los que raramente se dice que vienen porque los necesitamos. Esto es algo que puede parecer un absoluto contrasentido con esos millones de desempleados y cuando, para muchos, el problema es dar de comer a los de casa.
Pedir versus dar, una astuta forma de justificarnos y ocultarnos tras las palabras.
Necesitar. ¿Cómo una cultura ibérica, instalada a menudo en la autocomplacencia, víctima del nacionalismo metodológico y con probadas dificultades de aprendizaje, puede admitir que necesita algo o a alguien? En otro extremo, ¿cómo puede mostrarse tanta insensibilidad como para reducir utilitariamente el papel de las personas inmigradas a una necesidad coyuntural al servicio del sistema capitalista, en lugar de reivindicar y defender sin más su condición de seres humanos?
Necesitar. Condición relacional de la especie humana inherente a su naturaleza social. Nos necesitamos todos a todos.
El incremento de la esperanza de vida hará que muchos ciudadanos europeos pasen más años jubilados que trabajando. En 15 años, el total de la población española tendrá más de 50 años. La población europea envejece aproximadamente dos días cada semana. En el 2020, habremos perdido aproximadamente dos millones de activos y contribuyentes al sistema de seguridad social. Un sistema que actualmente gasta cerca de 27.000 millones de euros en prestaciones por desempleo y pierde anualmente decenas de miles de millones por la falta de cotización de todas las personas que están actualmente en desempleo y en situación de incapacidad e invalidez.
Para mantener cierta productividad y sostener el maltrecho sistema de bienestar, en el corto plazo, es urgente, y va a ser inevitable, incrementar el número de activos a través de un proceso masivo de importación de fuerza de trabajo. Los retos son diversos.
En primer lugar, aunque en la última década en algunos territorios se ha incrementado la población extranjera en casi 15 puntos, se la sigue considerando una segunda fuerza de trabajo. Ello explica que su tasa de desempleo doble la de los nacionales, que tenga una mayor permanencia en el paro, que en términos porcentuales concentre una mayor tasa de pérdida de puestos de trabajo y que presente más dificultades de encontrar empleo.
En segundo lugar, la evolución de la actividad económica y del mercado de trabajo nos lleva a un escenario de escasez de puestos de trabajo, de enorme competitividad para conseguirlos y en el que será crítico moverse hacia los lugares donde aparezcan nuevas oportunidades. Características de encaje difícil en una idiosincrasia sedentaria y nacionalista.
Y por último, los déficits formativos de la población activa autóctona exigen una intervención urgente que, suponiendo que estuviera bien diseñada, es de consecución lenta y diferida en el tiempo. Si las necesidades perentorias de la economía provocan su desplazamiento en favor de trabajadores extranjeros mejor cualificados, se evidenciará cómo el uso especulativo y la falta de visión de las políticas públicas castiga a los ciudadanos-usuarios-contribuyentes, mayoritariamente autóctonos. Una bomba de relojería que popularmente se expresa a través de aquél encima de burros, apaleados, y de la que algunos ya se apresuran a sacar rédito electoral.
Alejandra Pizarnik, en su poema Cold in Hand Blues, confesaba que se ocultaba tras el lenguaje por miedo. Quizás nos pase lo mismo. Si es así, mejor admitirlo y hacer lo imposible por superarlo.
Esther Sánchez es profesora de ESADE Law School @estsanchezt