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El Foco
Columna
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Crisis y corrupción: conexión fatal

La corrupción de la España actual no tiene parangón histórico. El autor defiende que este hecho se ha visto favorecido por el amiguismo generado a raíz de la compartimentación administrativa autonómica

La cascada de informaciones sobre la corrupción pública y privada a la que estamos asistiendo últimamente no tiene precedentes. Los ciudadanos, agobiados además por la situación económica y los recortes al estado de bienestar, están dejando de confiar en las instituciones representativas de la democracia, que se supone tendrían que velar por el estricto cumplimiento de las leyes. Pero, ¿cómo hemos llegado hasta aquí? La construcción del actual Estado español, emergente con la Constitución de 1978, se edificó, como es sabido, sobre las ruinas de una dictadura durante muchos años maltrecha. Gracias a la altura de miras y voluntad de entendimiento de la clase política, junto a la presión reivindicativa de la calle y la firmeza de la prensa y la radio progresista -factores que a menudo se olvidan en el análisis-, la transición se desarrolló con normalidad.

Para contentar a casi todos y en aras de ese consenso, en algunos aspectos del texto hubo que recurrir a buscadas imprecisiones. Así, en el caso de los Derechos Históricos, recogidos en la Disposición Adicional primera, se hablaba del amparo y respeto constitucional pensando inicialmente en los derechos forales del País Vasco y Navarra. Ya sabemos lo que vino después: la organización de un Estado formado por diecisiete comunidades, con sus propios estatutos de autogobierno, parlamentos, etc.

Las Comunidades Autónomas han dado lugar a un exceso regulador que ha obstaculizado la expansión de las empresas (pymes, especialmente) en todo el territorio, propiciando así la ruptura de la unidad de mercado que ahora se quiere corregir. No tiene sentido tener funcionarios y asesores redactando disposiciones parecidas para el desarrollo de una ley estatal o particular que, finalmente, lleva al confusionismo, al encarecimiento de bienes y servicios, a atomizar los mercados y coartar la libertad de movimientos de los agentes económicos. No tiene sentido multiplicar todo por diecisiete: los libros de historia de España, los funcionarios, las delegaciones en el extranjero, los recintos feriales, los viajes promocionales, o los casos de amiguismo y corrupción; ni generar artificialmente rivalidades y enfrentamientos regionales en una época histórica marcada por la globalización.

Efectivamente, hoy estamos asistiendo a la creación de unos reinos de taifas gobernados por virreyes de cuello blanco, en determinados casos protagonistas del siglo de oro del enchufismo en España, que han urdido junto a mandatarios de diputaciones, ayuntamientos, cajas de ahorro, organizaciones empresariales, etc. grandes redes corporativistas al servicio de los partidos. El enorme caudal monetario liberado en las operaciones inmobiliarias atrajo como moscas a la miel a los desaprensivos, que vieron la oportunidad de enriquecerse aprovechando las prerrogativas que la clase política tenía, incluida la impunidad. Será difícil encontrar una comunidad autónoma en donde no haya saltado un escándalo político de corrupción y un partido que habiendo tocado poder no haya estado implicado.

Algunas diputaciones, procediendo a una alteración singular de sus funciones, han actuado como verdaderas oficinas de empleo para familiares, amigos y vecinos, creando fidelidades para el partido del tipo "hasta que la muerte nos separe". Realmente, las diputaciones son hoy instituciones prescindibles que deben su aparición a la Constitución de 1812, y fueron utilizadas por el franquismo como supremo órgano de control político provincial: coordinación y supervisión de la información al servicio del poder central, básicamente, por encima de misiones de fomento y desarrollo económico. Ahora, su papel ha sido absorbido casi enteramente por las comunidades autónomas.

Y cuando las instituciones políticas clásicas se quedaron sin sitio para colocar a tanto simpatizante, se puso de moda inaugurar empresas públicas: más de 4.000 a comienzos de 2011, con unas pérdidas de 56.995 millones de euros en el segundo trimestre de 2011 (datos del Banco de España), y cuentas casi siempre ausentes del control parlamentario.

Este no es un alegato contra la organización del Estado de las autonomías, sino contra los excesos a que ha dado lugar y la cara de monstruo que se le ha puesto al modelo funcional que hemos creado. Nadie discute los logros alcanzados en estos años, y menos aún la necesaria proximidad institucional al ciudadano. Sin embargo, hay que reconocer que las duplicidades burocráticas no resueltas con la Administración central, incluso con los residuos del edificio corporativo de la dictadura, sumadas a los usos perversos del poder por parte de los partidos políticos, que han ido colocando a sus acólitos en todos los ámbitos accesibles a su influencia (que son muchos), han invertido las seguras bondades del modelo. Cómo entender si no que los asesores de los partidos, solo en el ayuntamiento madrileño, lleguen a casi dos centenares y sean nombrados entre miembros de éstos, a dedo y no necesariamente con licenciaturas, sí con nóminas a cargo de los presupuestos municipales, en algunos casos superiores a los 50.000 euros anuales. Cuando según el INE, el 70 % de los 15.096.100 asalariados en España cobra menos de 2.071 euros mensuales, y 4.528.830 está por debajo de los 1.218. Más de un licenciado universitario sin trabajo pensará que ha perdido el tiempo estudiando una carrera.

¿Alguien puede extrañarse con estos hechos (una pequeña muestra) de la imagen nefasta de la clase política en España? ¿Cómo comprender que los partidos que han gobernado el país hayan consentido tanto amiguismo, ineficacia y derroche de dinero público durante tanto tiempo? ¿Cómo es posible que los ciudadanos hayamos tenido que enterarnos por la prensa, a raíz de la crisis y de los casos de corrupción, de sus excesos y privilegios? ¿Cómo podemos aceptar las ruedas de prensa virtuales, el veto informativo negando la acreditación a algunos medios? Acorde con el movimiento pendular al que somos dados, los partidos políticos han pasado de ser proscritos a acaparar todos los espacios de poder imaginables, dando lugar a una autofagia que está amenazando la independencia de poderes en el Estado.

Cada día sube algo más el nivel aflorado de corrupción, igual que aumenta la distancia entre la sociedad civil y las actuaciones del poder político. Se impone una regeneración de las instituciones públicas, del funcionamiento interno de los partidos y del comportamiento de los propios políticos. Tenemos que salir de ésta, y tendremos que hacerlo con los mismos que han perdido nuestra credibilidad. Quizás con una comisión de personalidades notables del más amplio espectro, tanto de políticos como de intelectuales; unidos en un pacto para configurar una nueva ética del poder, social y política. No se trata de hacer borrón y cuenta nueva, porque una gran parte del armazón institucional y legislativo seguramente es válido pero... ¿dónde está su lado oscuro?, ¿falla su aplicación, el control, la falta de transparencia, las interferencias del dinero, los privilegios de algunos, la lentitud de la justicia, la impunidad...?

Los llamados padres de la Constitución redactaron la Carta Magna en condiciones difíciles y con ruido de sables de fondo. Hoy nos toca hacer un cambio. Pongámonos a trabajar urgentemente: el desmantelamiento del estado de bienestar, la gravedad de la situación actual y la desesperanza de miles de familias lo requiere. ¿Estamos hablando ya de una segunda transición?

Pedro Díaz Cepero es sociólogo

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