Una ley fundamental que debía ser innecesaria
A ojos de un observador imparcial, lo primero que debería llamar la atención respecto a la futura Ley de Garantía de la Unidad de Mercado, cuyo anteproyecto fue aprobado el viernes por el Consejo de Ministros, es el hecho de que una norma de esa naturaleza sea necesaria a estas alturas y en un Estado integrado en el mercado único europeo. Para comprender la necesidad y la urgencia de una iniciativa legal como esta habría que recordar que la economía española todavía malvive bajo el peso de un entramado legal de casi 100.000 normas y directivas, 67.000 de las cuales corresponden a Administraciones autonómicas. Con un escenario regulatorio de la magnitud del que soporta España se explican buena parte de las dificultades de las empresas para poder remontar esta o cualquier otra crisis económica. Reducir ese enorme y pesado coste normativo, esto es, la factura que pagan los operadores económicos para poder abrirse paso en la jungla normativa, así como facilitar la fluidez de la actividad productiva, son los primeros objetivos del anteproyecto que ha aprobado el Gobierno. Y no es una tarea menor.
Tanto es así que el Ministerio de Economía y Competitividad aseguraba el viernes que la aprobación de la norma supondrá un crecimiento total del PIB español del 1,52% en una década. De confirmarse esos cálculos, que dependen de muchas variables difíciles de cuantificar -entre otras, de la propia eficacia de los poderes públicos al aplicar la ley sobre el terreno-, ello supondría un aumento del PIB de alrededor del 0,15% anual durante los 10 primeros años, es decir, unos 1.500 millones de euros cada año. Una inyección de oxígeno más que necesaria para una coyuntura económica de la complejidad y precariedad que vive en estos momentos España.
En líneas generales, el anteproyecto para garantizar la unidad de mercado se articula en torno a tres grandes ejes: el establecimiento del principio de licencia única para poder operar sin trabas en todo el territorio español, la creación de un registro único por sector o actividad económica y la cooperación administrativa ex ante y ex post para el control y la supervisión del cumplimiento de la ley. A tenor de las dificultades de la convivencia política española y de las descoordinaciones entre los tres niveles de la Administración, este tercer capítulo aparece como el gran caballo de batalla y la principal incógnita de la nueva norma.
Aun así, no hay duda de que esos tres principios constituyen novedades más que notables en el enconado reino de taifas en que se ha convertido el tráfico mercantil español. La extraordinaria proliferación y complejidad de nuestro cuerpo legal refleja un incomprensible modo de entender las funciones del poder legislativo, entre las cuales figura regular y garantizar el ejercicio de todas las libertades públicas, también la libertad de empresa. El modelo territorial español ha obligado a un país con menos de 47 millones de consumidores a lidiar con las imposiciones de tres Administraciones diferentes -un Estado central, 17 comunidades autónomas y más de 8.000 municipios-, cada una de las cuales legisla a su ritmo y entorpece y se solapa con las demás.
La iniciativa del Gobierno al promulgar esta ley debe romper también la esquizofrenia política que supone formar parte de un mercado único europeo en el que se ha acordado eliminar las barreras a la libre circulación de personas, bienes, servicios y capitales, al tiempo que se mantiene un mercado interior inflexible y fragmentado. Una vez puestas en marcha las grandes reformas estructurales que España tenía pendientes -la reorganización del sector financiero, la reforma laboral y el control presupuestario-, garantizar a nuestras empresas un mercado único en el que poder operar y prestar servicios sin trabas anquilosantes constituye un objetivo vital para transformar la economía española y aumentar la competitividad de nuestro tejido empresarial. La clave del éxito de esta nueva ley -como de tantas otras- está en el control exhaustivo que se lleve a cabo de su cumplimiento. Un reto que puede marcar la diferencia que existe entre un simple papel mojado más o una economía dispuesta a crecer y crear empleo y que mire al futuro.