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Tribuna
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Una mirada sobre la otra China

Lin se tiñe el pelo de color zanahoria y se peina con la raya en medio. Tiene una apariencia agradable y resulta extraordinariamente simpático, cualidad más que suficiente para ser muy conocido en Taipéi, donde trabaja como taxista conduciendo un coche que, lleno de flores y con la imagen de una virgen sobre el salpicadero, más parece carreta de feria que instrumento de trabajo. Lin, que abrazó el cristianismo tras salir ileso de un accidente de tráfico hace 25 años, presume de sus singulares creencias religiosas (el único taxista católico de Taiwán) tanto como del maravilloso Taipéi 101, el que con sus 508 metros fuera el edificio más alto del mundo cuando los taiwaneses lo inauguraron el 31 de diciembre de 2004. Más tarde, los petrodólares de Dubái han dejado pequeño a un gran rascacielos que, repleto de anuncios y luces de neón, luce orgulloso su condición de icono y vigía de la ciudad, aunque algunos piensen, como mis jóvenes amigos Patri, Mendi y Julita, que desde lo más alto del Taipéi 101 potentes cámaras de televisión controlan la vida y milagros de todos los mortales que habitan en Taipéi. Ya se sabe que la sombra del Gran Hermano de Orwell es alargada...

Parece, y lo es, un gran país Taiwán, un territorio de 36.000 km cuadrados con dos tercios de superficie montañosa. En un tiempo, siglo XVII, española, la isla está hoy habitada por casi 23 millones de personas que trabajan sin descanso, como auténticos chinos, nunca mejor dicho. Hasta en los días de fiesta te despierta el tableteo inmisericorde de un martillo neumático que colabora en la construcción de alguna infraestructura, algo en lo que la isla destaca. Aunque en la primera mitad del siglo pasado los japoneses, entonces dominadores del territorio, se esforzaron en la construcción de puentes, túneles y carreteras, hoy, los chinos de Taiwán han sabido completar la tarea y siguen mejorando las vías públicas, el aeropuerto y los largos y modernos túneles que unen la capital con las ciudades más importantes, sin olvidar el especial cuidado de sus parques nacionales, como el de Taroko, una belleza salvaje que merece la pena recorrer y disfrutar, y un paraíso para los aventureros y los que no lo son tanto.

Es Taiwán verde y hermosa (la formosa de los portugueses que la descubrieron) y los taiwaneses se esfuerzan en ser amables y educados, como sus vecinos japoneses, y probablemente por su directa y pasada influencia. Naturalmente, no quieren saber nada de integración con la República Popular de China, aunque los hermanos continentales les regalaran hace cuatro años dos osos pandas cuyos nombres unidos, como si de un ferviente deseo se tratara o un aviso en toda regla, vaya usted a saber, significa reunificación. El profesor de Cambridge Ha Joon Chang, de origen coreano, ha escrito recientemente (23 cosas que no te cuentan sobre el capitalismo. Editorial Debate, 2012) que "... las políticas de libre comercio y libre mercado casi nunca o nunca han funcionado... Pocos países se han enriquecido con políticas de libre comercio y libre mercado, y pocos llegarán a hacerlo en el futuro".

En el caso de Taiwán, uno de los otrora llamados dragones asiáticos, no estoy seguro de las razones de su pujanza, pero los hechos y las cifras cantan y la música suena bien. Una tasa de paro en torno a solo el 4%, un PIB creciente y una posición envidiable en los índices de desarrollo humano. Pareciera que este pueblo singular, que tanto debió sufrir hasta encontrar la tierra en la que hincar sus raíces y a las que agarrarse, se reinventa cada día. Son humildes y, en consecuencia, como si obedecieran un mandato de su filosofía oriental, saben respetarse a sí mismos. Aprendieron, y no les quedaba otro remedio, a dejar de mirarse el ombligo soñando en la reconquista del continente como ansiaba Chiang Kai Shek, disminuyeron su ego para pensar solo en la forma de salir adelante como pueblo, y hasta fueron capaces de elegir democráticamente a sus dirigentes desde hace 20 años.

El made in Taiwan impreso en millones de cacharrerías que se vendían por todo el mundo es cosa del pasado, un camino sin retorno de la maquila a una especie de Silicon Valley asiático. Ahora los hombres y mujeres de esta tierra, que han sabido apostar por un modelo de educación que los hace ciudadanos del mundo, fabrican y venden alta tecnología a decenas de países que confían en los sofisticados productos taiwaneses que se exportan desde el gran puerto de Kaohsiung o desde Taipéi, una capital habitable en donde se puede pasear por amplias aceras, disfrutar de sus parques y jardines y trasladarse en un excelente metro.

Los ciudadanos de Taiwán, con un parque automovilístico que para sí lo quisieran muchas ciudades europeas, han decidido ser ellos mismos, y en el fondo estoy seguro de que muchos piensan que, más temprano que tarde, toda China será como ellos quieren ser, un país trabajador, moderno, culto, libre y democrático que merece la pena conocer y respetar, y que busca su lugar como nación en el concierto internacional. La venerable maestra budista Cheng Yen, nacida en Taiwán y creadora de la Tzu Chi Merits Society, que cuenta en el mundo con más de cinco millones de seguidores y una cadena de televisión propia, ha escrito un aforismo que viene a propósito de estas reflexiones. "La vida tiene significado cuando asumimos responsabilidades. El evitar responsabilidades hace que nuestra vida se vuelva vacía". No es el caso de Taiwán.

Juan José Almagro. Doctor en Ciencias del Trabajo. Abogado

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